martes, 23 de junio de 2015

VIAJE A LA ARKADIA



No voy a decir que celebremos los descalabros, pero tanto confiamos en que lo que mal empieza, bien acaba, que cada vez saboreamos más las desdichas. Decía Marisa, nuestra amiga misionera, que en ocasiones la vida es una olla de agua hirviendo. Si metes en la cacerola un huevo, al cocerse se vuelve duro; pero si cueces una patata, esta se reblandece. Está en nuestra voluntad decidir cómo afrontamos las circunstancias y sabemos que el karma es nuestro fiel compañero de viaje.

Un poco más de cinta aislante aquí... un poco más allá...


Hemos dejado atrás nuestro primer año de viaje. No podemos llamarlo exactamente un año en la carretera teniendo en cuenta que durante los últimos tiempos hemos descansado más de lo que hemos pedaleado; ni siquiera sentimos que llevemos un año fuera de casa, ya que hace tiempo somos caracoles. Pero sí que podemos decir que es un año de aventura, de vida alternativa, de disfrutar aprendiendo y de aprender a disfrutar.Los recuerdos se agolpan. A veces viene a mi memoria el día que salimos de Logroño: mientras cargábamos las bicis en el portal de casa, los vecinos se reían: 
 
-          Vais un poco cargados para ir a Santiago, ¿no?
-          Es que vamos para el otro lado.
-          ¿A dónde, pues?
-          A China.
      Cuando preparábamos el viaje teníamos el objetivo dirigido muy hacia arriba, pensábamos en Armenia, el Sudeste Asiático, en África y la Panamericana… Europa era un mal menor que había que cruzar para llegar a esas tierras lejanas de resonancia mítica. Teníamos claro que no queríamos darnos prisa, pero aún echábamos cuentas para saber si el ritmo que estábamos llevando era el adecuado para poder cruzar la carretera del Pamir con una climatología benigna. Hicimos un pequeño rodeo por España y nos dejamos llevar por las recomendaciones de la gente en Francia. Una lesión de rodillas que arrastré durante dos meses estuvo a punto de poner fin a la aventura, pero entonces apareció Salomé y su osteópata, los primeros ángeles de la guarda que nos cuidaron durante el camino.

      En Suiza una picadura de abeja nos hizo comprender, en pimer lugar, que uno nunca sabe dónde puede estar el riesgo; en segundo lugar, que no se puede planificar una ruta al detalle; y por último, comprendimos que si vas a viajar por Suiza, no está de más contratar un seguro médico privado que pueda cubrir los 5.000 euros que nos querían cobrar por pasar la noche en el hospital de Romont.

Eso sí es una buena montura.

      Era julio, pero yo no lo llamaría verano. Cuando diseñamos el itinerario pensamos viajar por el norte de Europa en verano y estar al sur cuando llegara el invierno, pero el diseño no es lo nuestro. El verano se fue antes de llegar, los chaparrones se alargaban durante semanas y en una ocasión estuvimos a punto de perderlo todo en una riada. Cuando llegó el otoño, en lugar de dirigirnos hacia Grecia, decidimos quedarnos un mes en Eslovaquia al cargo de una granja de cabras con una sola cabra. Podíamos haber gozado allí de un tiempo estival que no tuvimos mientras bajábamos, pero al poco de llegar le di una patada al candado de la bici, que Gabi había dejado en el sulo, y me rompí un dedo del pie. Como no hay mal que por bien no venga, aproveché el tiempo de reposo para aprender el arte de la panadería, y así poder difundir la receta del pan de patata allá donde vamos.

Pies viajeros.

      Entrado el otoño y venido el frío, descartamos los Cárpatos y decidimos correr hacia la costa del Adriático. Pero cuando estábamos a punto de abandonar de Hungría conocimos a dos familias que llevaban una década viajando en carro de caballos y no nos resistimos a quedarnos una semana con ellas, aunque no tuviéramos luz, electricidad, internet o agua corriente. Entonces llegaron los Balcanes, que han estado a punto de atraparnos de manera definitiva: los ríos de aguas turquesa de Croacia, la hospitalidad de la gente de Dalmacia, los burek de queso, las montañas inhóspitas… cuando llegamos a Albania, ya en invierno, nos encontramos en una encrucijada climatológica: en la costa, algo más templada, las inundaciones provocadas por un anormal temporal de agua y tormentas de granizo empezaban a cobrarse las primeras víctimas mortales y habían dejado intransitables numerosas carreteras. Hacia el Este, las montañas nevadas apuntaban hacia cielos despejados donde los mercurios se desploman. Así que descartamos la ruta cubierta por el agua y optamos por la que estaba cubierta por el hielo. Casi escapamos sin incidencias, pero en el último puerto, subiendo la última montaña que nos separaba de Grecia, me fui al suelo y a punto estuve de romperme la muñeca.

Al fin buen tiempo en Grecia.

     Y la historia de Grecia ya es más reciente: pude recuperarme durante la primavera en casa de nuestros amigos de Zitsa, incluso nos atrevimos a dejar las bicis aparcadas un tiempo para probar qué se siente al caminar. Nos dimos cuenta de que no podíamos dejar Grecia sin conocerla mejor, así que contactamos con varias granjas para trabajar como voluntarios, a veces vía internet, a veces vía divina providencia. Empezamos a chapurrear griego moderno y ya sentimos Grecia como nuestro nuevo hogar. En realidad, es igual que España, pero sin Guardia Civil.



     Y ahora aquí estamos, rumbo hacia la casa de Mel, al sur del Peloponeso, perdidos entre las gargantas de la Arkadia. El día promete ser interesante. Ayer dejamos atrás Dimitsana y el paraíso que lo rodea y hoy dormimos en un campo de cardos, al lado de la carretera nacional, junto a una fábrica. A la hora de cerrar la tienda de campaña para irnos a dormir, por muy bonito que sea el paisaje, lo que cuenta no es lo que está alrededor sino lo que tienes debajo. Así que los sitios que a priori parecen malos, luego pueden resultar perfectos para descansar. 

Orugas trepadoras.

    Por la mañana, después de dos horas desperezándonos, a Gabi se le ha roto la goma que forma parte del anclaje de las alforjas, que había empezado a cuartearse hace tiempo. Así que aprovechamos la cuerdecita que viene con la botella de Fra Angelico que nos dieron Sole y Javi hace un año (me refiero a la cuerda, no a la botella), diciéndonos que era un elemento indispensable en un viaje de estas características. Desde el primer día de viaje tratamos de buscarle alguna utilidad a la cuerdecita. Al principio, Gabi la usaba para sujetar un palo que tampoco sabíamos para qué podía servir, y que acabó siendo imprescindible para sujetar la bici cuando la pata de cabra dejó de acompañarnos. Así, solo nos queda un elemento que llevamos sin saber muy bien por qué: una cuerda de escalada, gorda y pesada, que Gabi se empeña en afirmar que es estructural a la hora de montar la carga sobre la bici, pero yo me temo que el único valor que tiene de momento es el sentimental. Eso sí, estamos seguros de que algún día nos sacará de algún apuro.

Pueblo de la Arkadia.

    Pero romper el elástico de la alforja era solo el preludio, ya media hora más tarde nos encontramos tirados en la carretera, en la cuneta exterior de una curva peligrosa, porque la cámara y la cubierta de Gabi han reventado. Pudimos haber comprado una cubierta de repuesto en Kato Ajaia, pero vaya usted a saber por qué no lo hicimos, aun cuando sabíamos que el desastre era inminente. Todo empezó hace ya meses, cuando hicimos el primer cambio de pastillas de freno allá en Eslovaquia. Llevábamos un par de juegos completos desde España, pero en algún lugar de Europa se debió de quedar una de las pastillas, así que no pudimos reponerla. Con el tiempo se nos olvidó el pequeño detalle hasta que un día empezamos a oír un quejido metálico que provenía de la rueda trasera de Gabi. La zapata, completamente terminada, había empezado a comerse el lateral de la cubierta, dejando al aire la malla de alambre y con tres curiosos bultos a lo largo de su superficie. Cambiamos la pastilla, pero era demasiado tarde. La rueda se deshacía por momentos. Sólo necesitábamos hacer ocho kilómetros más para llegar a la siguiente gran ciudad, Megalópolis, donde podríamos comprar una cubierta de repuesto. Pero la pobre rueda ha muerto en el intento, en pleno mediodía bajo un sol abrasador, en el peor lugar posible de una carretera intransitada. 

Ahí todo tirados.

Entonces nos acordamos de nuestros amigos eslovacos Jan y Evit, que vieron en una situación parecida al comienzo de su luna de Miel por el continente americano. En cuba compraron el primer par de bicis, que probablemente alguien usó antes de que a Castro le salieran canas. Debido al mal estado general de bicis y caminos no paraban de pinchar, hasta que se quedaron sin parches de repuesto, así que a Jan se le ocurrió rellenar la rueda con paja y hierba, y así pudieron arrastrar las bicis hasta el siguiente taller. Creyendo que tenemos la solución al alcance de nuestras manos, forramos con hierbajos el trozo de caucho que un día fue una cubierta. Como no podemos volver a encajarlo con la cubertería que usamos para reparar los pinchazos, forramos el conjunto con cinta aislante y desmontamos los frenos para que no vayan chocando con los numerosos entrantes y salientes de la rueda. Ciertamente más salientes que entrantes, ya que la paja se desborda por el agujero del reventón, pero al menos nos sirve para recorrer otro kilómetro más donde estamos más seguros y a la sombra. Desmontamos los bultos otra vez e intentamos hacer autoestop. En el proceso, un coche de policía se para y nos pregunta si tenemos algún problema. Le explicamos lo sucedido y la mejor respuesta que pueden darnos es pedirnos nuestros documentos de identidad.

Chapuza.

     Esto del autoestop no está funcionando. Las pocas furgonetas que pasan nos ignoran como si fuéramos parte del paisaje, así que le doy la vuelta al cartel que reza “luna de miel” y por la parte trasera escribo  en mayúsculas “PROBLEM”. Bien pensado, no deja de ser irónico… Apenas un minuto más tarde se detiene una joven arqueóloga que al menos tiene espacio en su coche para llevar a Gabi a la ciudad, mientras yo me quedo al retortero cuidando de las bicis y escribiendo estas líneas. En el taller le venden una rueda que, en palabras del mecánico, “es china pero es buena”. En media hora ya está de vuelta pero el mapa de Grecia se quedó en el coche de la arqueóloga. Así jubilamos una Schwalbe Marathon Mondial destripada por una flamante Chaoyang.

Café frapé en Megalópolis, para terminar bien el día.

     Ya es mediodía, así que hacemos un par de kilómetros más y nos metemos una lentejada entre pecho y espalda, que todo el mundo sabe es lo mejor para combatir el calor. Al fin llegamos juntos a Megalópolis y puestos a perder aún más tiempo (concretamente, toda la tarde), aceptamos la invitación a un café helado que nos ofrece un caballero gritando desde una esquina. En poco rato nos encontramos rodeados por medio vecindario, que a duras penas nos dejan marcharnos para ir a buscar un lugar donde acampar.
 
Vista del valle desde la montaña.

      Ya solo nos separa un día de camino de la casa de Mel, y sin tener en cuenta que el cielo amenaza tormenta, creemos que ya hemos terminado con la racha de mala suerte. Pero Gabi insiste en ser el protagonista por una vez de la serie de catastróficas desdichas. En un momento dado estamos descansando a la sombra, cogiendo flores a cada cual más curiosa o bonita. Gabi arranca una flor de pétalos blancos en forma de bolitas, y al momento la planta empieza a excretar una leche blanquecina con la que Gabi se mancha las manos. Poco después, se rasca un ojo… de lo que se arrepentirá durante las siguientes ocho horas, durante las cuales siente que algo se le quema por dentro, no puede dejar de llorar y apenas puede abrirlo. Apenas siente el puerto de montaña más alto que hemos subido durante este viaje, lo único que quiere es encontrar un rincón donde poner la tienda y cerrar los ojos hasta el día siguiente, pero la montaña se empina cada vez más y hasta bien entrada la tarde, la tortura continúa. Por suerte, es mal de un día, y por la mañana ya está mejor. 

Filosofando con Mel.

     Sin más incidencias llegamos a Alagonía, donde nos está esperando Mel para trabajar con ella durante las siguientes semanas. Esta joven americana, medio griega medio irlandesa quiere devolver la vida a la finca familiar donde vivieron sus abuelos los últimos años. Al día siguiente ya pudimos hacer una exhibición de nuestro poderoso imán para situaciones extrañas cuando fuimos a recoger el coche “comunal”. En realidad lo compró su padre, pero apenas viene un par de semanas al año a Grecia, así que lo usa todo el pueblo. El último en pasearlo es el tío George, que lo ha dejado en la casa de su mujer, cerca de la ciudad de Esparta, a la que llegamos en bus. Cuando nos lo da, nos explica que el coche tiene un par de pequeños problemas. El primero, es que la batería da problemas, así que hay que tener paciencia y, a ser posible, dejarlo siempre aparcado cuesta abajo. El segundo, es que la lectura de la gasolina es engañosa, ya que el padre de Mel golpeó los bajos del coche contra una piedra el día que estuvieron cerca de la muerte en los grandes incendios del Peloponeso del año 2007. Un incendio que, como la gran mayoría, comenzó de manera intencionada, con al menos 20 focos simultáneos en el Peloponeso y arrasó varias villas e innumerables hectáreas de bosque. Cuando los bomberos llegaron a Alagonía, se limitaron a desalojar el pueblo y evacuar a los vecinos a la ciudad de Kalamata, que también se vio rodeada por las llamas. Algunos vecinos, como la familia de Mel, se quedaron para luchar contra el fuego, talando árboles y quemando áreas enteras antes de que el fuego se pudiera propagar aún más por el monte y las casas. Nuestro vecino estará eternamente agradecido al padre de Mel, que se dedicó a cortar árboles en su finca para evitar que la casa se quemara. Cuando salimos de paseo por el bosque, Mel se acerca a uno de los pinos más grandes de la montaña, acaricia su corteza y se emociona al contarnos que su padre empleó una hora luchando contra el fuego para que no devorara el árbol centenario. Aunque de manera normal el agua discurre por todo el pueblo, durante el incendio, que duró tres días, la única fuente de agua era un pequeño estanque que tiene su tío cerca de la cima de la montaña. Con tan solo quince años, Mel quiso quedarse para ayudar a los vecinos a cargar agua o arena, hasta el último momento en que las llamas envolvieron la finca. Ella y su hermana pequeña se quedaron atrapadas en un círculo al que apenas llegaba el oxígeno. Intentó en vano arrancar el coche y tras varios intentos, solo pudieron empaparse de agua y esperar a que sucediera lo que tuviera que suceder. En medio de las llamas apareció su padre, que pudo sacarlas de allí. 

Pelando patatas a horas intempestivas, con tío Taki y tío George.

Con esta historia queda justificado el golpe en el tanque de gasolina. Sin embargo, la aventura del día no viene ni por la batería ni por el combustible. Cuando tomamos la carretera hacia el pueblo, pasamos junto al lugar donde los espartanos arrojaban a los bebés que nacían deformes, con la intención de devolvérselos a los dioses para que los hicieran mejor la próxima vez. Se trata de una gruta siniestra, estrecha, empinada e interminable, de la que emana un aire gélido. Paramos el coche y a la hora de cerrarlo notamos cierta resistencia. Les digo que si la cerradura no se cierra, luego igual no se abre, pero ni Gabi ni Mel me hacen caso. Cuando volvemos de echar un vistazo a la gruta de los espartanos, la llave no entra, el coche está cerrado y las ventanillas subidas. De repente, el mando a distancia tampoco funciona. Intentamos forzarla pero no hay manera, empieza a oscurecer y ha refrescado. Gabi intenta meter un palito en la cerradura, y si antes había una cosa dentro, ahora ya hay dos. Después de un buen rato, Mel llama a su tío, que aparece con la furgoneta y todo tipo de herramientas que ha encontrado por casa que podrían ser de utilidad para abrir el coche. Con un destornillador forzamos la puerta hasta donde se deja y el tío George intenta abrir el pestillo con una percha. Después de varios intentos Gabi acaba cogiendo una herramienta para enrasar el cemento, que es más dura que la percha, y al final consigue abrir el coche. En el taller nos dicen que lo llevemos al cerrajero, y el cerrajero que lo llevemos al taller, así que optamos por dejar el coche siempre abierto y confiar en nuestra buena estrella, que de momento no nos ha abandonado. Otro día también falló la batería, y tuvimos que dejar caer el coche hasta la plaza del pueblo, empujando cuando era cuesta arriba y cogiendo carrerilla cuando era hacia abajo. Aún estamos esperando la aventurita con la gasolina. 

Una de esas es nuestra casita.

     La familia de Mel y todos los vecinos, es decir, el medio centenar de almas que habitan el pueblo, nos han acogido con cariño, haciéndonos sentir como en casa. Todos los domingos tenemos fiesta en alguna ermita, donde se pela mucha patata el día anterior, y al día siguiente comemos, bebemos, cantamos y bailamos. De repente, en uno de esos festivales, el tío Taki nos presenta a un extranjero que también vive en Alagonía. Evan salió hace siete años de Irlanda para viajar por el mundo con apenas 23 años. El año pasado llegó a Kalamata en bici, y allí conoció a un hombre que le dijo que se subiera a Alagonía, donde tenía una casa. Finalmente, el hombre se quedó en la ciudad y Evan se quedó en la casa del pueblo, al cargo de los animales y renovar el jardín. Tanto le gustó la experiencia que este año ha repetido. Y no nos extraña, nosotros ya tenemos la idea de regresar en un futuro próximo. 

Con Mel y Evan, en la fiesta de apertura del molino (a la cual nos autoinvitamos).

Pero de momento, es tiempo de seguir viajando. Hemos convivido con Mel unas semanas que han pasado sin darnos cuenta, como si fuéramos una pequeña familia. Estamos cerca de encontrar nuestro lugar en este mundo, pero si paramos ahora de viajar para establecernos, es muy difícil que podamos volver a retomar nuestro camino. Así que empezaremos Julio en la isla de Creta, volveremos a ensuciarnos un poco las manos en granjas ajenas hasta tener una propia y seguramente continuemos saltando de isla en isla hasta Turquía. O quizá no.

Huerteando.
 
Diremos a todos que fue un accidente.

1 comentario:

  1. Ainhoa, además de valiente viajera, estupenda escritora. Suerte en el camino. ✨
    Celia

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