No
voy a decir que celebremos los descalabros, pero tanto confiamos en que lo que
mal empieza, bien acaba, que cada vez saboreamos más las desdichas. Decía
Marisa, nuestra amiga misionera, que en ocasiones la vida es una olla de agua
hirviendo. Si metes en la cacerola un huevo, al cocerse se vuelve duro; pero si
cueces una patata, esta se reblandece. Está en nuestra voluntad decidir cómo
afrontamos las circunstancias y sabemos que el karma es nuestro fiel compañero
de viaje.
Un poco más de cinta aislante aquí... un poco más allá... |
Hemos
dejado atrás nuestro primer año de viaje. No podemos llamarlo exactamente un
año en la carretera teniendo en cuenta que durante los últimos tiempos hemos
descansado más de lo que hemos pedaleado; ni siquiera sentimos que llevemos un
año fuera de casa, ya que hace tiempo somos caracoles. Pero sí que podemos
decir que es un año de aventura, de vida alternativa, de disfrutar aprendiendo
y de aprender a disfrutar.Los
recuerdos se agolpan. A veces viene a mi memoria el día que salimos de Logroño:
mientras cargábamos las bicis en el portal de casa, los vecinos se reían:
-
Vais un poco cargados para ir a
Santiago, ¿no?
-
Es que vamos para el otro lado.
-
¿A dónde, pues?
-
A China.
Cuando preparábamos el
viaje teníamos el objetivo dirigido muy hacia arriba, pensábamos en Armenia, el
Sudeste Asiático, en África y la Panamericana… Europa era un mal menor que
había que cruzar para llegar a esas tierras lejanas de resonancia mítica.
Teníamos claro que no queríamos darnos prisa, pero aún echábamos cuentas para
saber si el ritmo que estábamos llevando era el adecuado para poder cruzar la
carretera del Pamir con una climatología benigna. Hicimos un pequeño rodeo por
España y nos dejamos llevar por las recomendaciones de la gente en Francia. Una
lesión de rodillas que arrastré durante dos meses estuvo a punto de poner fin a
la aventura, pero entonces apareció Salomé y su osteópata, los primeros ángeles
de la guarda que nos cuidaron durante el camino.
En Suiza una picadura
de abeja nos hizo comprender, en pimer lugar, que uno nunca sabe dónde puede
estar el riesgo; en segundo lugar, que no se puede planificar una ruta al
detalle; y por último, comprendimos que si vas a viajar por Suiza, no está de
más contratar un seguro médico privado que pueda cubrir los 5.000 euros que nos
querían cobrar por pasar la noche en el hospital de Romont.
Eso sí es una buena montura. |
Era julio, pero yo no
lo llamaría verano. Cuando diseñamos el itinerario pensamos viajar por el norte
de Europa en verano y estar al sur cuando llegara el invierno, pero el diseño
no es lo nuestro. El verano se fue antes de llegar, los chaparrones se
alargaban durante semanas y en una ocasión estuvimos a punto de perderlo todo
en una riada. Cuando llegó el otoño, en lugar de dirigirnos hacia Grecia,
decidimos quedarnos un mes en Eslovaquia al cargo de una granja de cabras con
una sola cabra. Podíamos haber gozado allí de un tiempo estival que no tuvimos
mientras bajábamos, pero al poco de llegar le di una patada al candado de la
bici, que Gabi había dejado en el sulo, y me rompí un dedo del pie. Como no hay
mal que por bien no venga, aproveché el tiempo de reposo para aprender el arte
de la panadería, y así poder difundir la receta del pan de patata allá donde
vamos.
Pies viajeros. |
Entrado el otoño y
venido el frío, descartamos los Cárpatos y decidimos correr hacia la costa del
Adriático. Pero cuando estábamos a punto de abandonar de Hungría conocimos a
dos familias que llevaban una década viajando en carro de caballos y no nos
resistimos a quedarnos una semana con ellas, aunque no tuviéramos luz,
electricidad, internet o agua corriente. Entonces llegaron los Balcanes, que
han estado a punto de atraparnos de manera definitiva: los ríos de aguas
turquesa de Croacia, la hospitalidad de la gente de Dalmacia, los burek de
queso, las montañas inhóspitas… cuando llegamos a Albania, ya en invierno, nos
encontramos en una encrucijada climatológica: en la costa, algo más templada,
las inundaciones provocadas por un anormal temporal de agua y tormentas de
granizo empezaban a cobrarse las primeras víctimas mortales y habían dejado
intransitables numerosas carreteras. Hacia el Este, las montañas nevadas
apuntaban hacia cielos despejados donde los mercurios se desploman. Así que
descartamos la ruta cubierta por el agua y optamos por la que estaba cubierta
por el hielo. Casi escapamos sin incidencias, pero en el último puerto,
subiendo la última montaña que nos separaba de Grecia, me fui al suelo y a punto
estuve de romperme la muñeca.
Al fin buen tiempo en Grecia. |
Y la historia de Grecia
ya es más reciente: pude recuperarme durante la primavera en casa de nuestros
amigos de Zitsa, incluso nos atrevimos a dejar las bicis aparcadas un tiempo
para probar qué se siente al caminar. Nos dimos cuenta de que no podíamos dejar
Grecia sin conocerla mejor, así que contactamos con varias granjas para
trabajar como voluntarios, a veces vía internet, a veces vía divina
providencia. Empezamos a chapurrear griego moderno y ya sentimos Grecia como
nuestro nuevo hogar. En realidad, es igual que España, pero sin Guardia Civil.
Y ahora aquí estamos,
rumbo hacia la casa de Mel, al sur del Peloponeso, perdidos entre las gargantas
de la Arkadia. El día promete ser interesante. Ayer dejamos atrás Dimitsana y
el paraíso que lo rodea y hoy dormimos en un campo de cardos, al lado de la
carretera nacional, junto a una fábrica. A la hora de cerrar la tienda de
campaña para irnos a dormir, por muy bonito que sea el paisaje, lo que cuenta
no es lo que está alrededor sino lo que tienes debajo. Así que los sitios que a
priori parecen malos, luego pueden resultar perfectos para descansar.
Orugas trepadoras. |
Por la mañana, después
de dos horas desperezándonos, a Gabi se le ha roto la goma que forma parte del
anclaje de las alforjas, que había empezado a cuartearse hace tiempo. Así que
aprovechamos la cuerdecita que viene con la botella de Fra Angelico que nos
dieron Sole y Javi hace un año (me refiero a la cuerda, no a la botella),
diciéndonos que era un elemento indispensable en un viaje de estas
características. Desde el primer día de viaje tratamos de buscarle alguna
utilidad a la cuerdecita. Al principio, Gabi la usaba para sujetar un palo que
tampoco sabíamos para qué podía servir, y que acabó siendo imprescindible para
sujetar la bici cuando la pata de cabra dejó de acompañarnos. Así, solo nos
queda un elemento que llevamos sin saber muy bien por qué: una cuerda de
escalada, gorda y pesada, que Gabi se empeña en afirmar que es estructural a la
hora de montar la carga sobre la bici, pero yo me temo que el único valor que
tiene de momento es el sentimental. Eso sí, estamos seguros de que algún día
nos sacará de algún apuro.
Pueblo de la Arkadia. |
Pero romper el elástico
de la alforja era solo el preludio, ya media hora más tarde nos encontramos
tirados en la carretera, en la cuneta exterior de una curva peligrosa, porque
la cámara y la cubierta de Gabi han reventado. Pudimos haber comprado una
cubierta de repuesto en Kato Ajaia, pero vaya usted a saber por qué no lo
hicimos, aun cuando sabíamos que el desastre era inminente. Todo empezó hace ya
meses, cuando hicimos el primer cambio de pastillas de freno allá en
Eslovaquia. Llevábamos un par de juegos completos desde España, pero en algún
lugar de Europa se debió de quedar una de las pastillas, así que no pudimos reponerla.
Con el tiempo se nos olvidó el pequeño detalle hasta que un día empezamos a oír
un quejido metálico que provenía de la rueda trasera de Gabi. La zapata,
completamente terminada, había empezado a comerse el lateral de la cubierta,
dejando al aire la malla de alambre y con tres curiosos bultos a lo largo de su
superficie. Cambiamos la pastilla, pero era demasiado tarde. La rueda se
deshacía por momentos. Sólo necesitábamos hacer ocho kilómetros más para llegar
a la siguiente gran ciudad, Megalópolis, donde podríamos comprar una cubierta
de repuesto. Pero la pobre rueda ha muerto en el intento, en pleno mediodía
bajo un sol abrasador, en el peor lugar posible de una carretera intransitada.
Ahí todo tirados. |
Entonces nos acordamos
de nuestros amigos eslovacos Jan y Evit, que vieron en una situación parecida
al comienzo de su luna de Miel por el continente americano. En cuba compraron
el primer par de bicis, que probablemente alguien usó antes de que a Castro le
salieran canas. Debido al mal estado general de bicis y caminos no paraban de
pinchar, hasta que se quedaron sin parches de repuesto, así que a Jan se le
ocurrió rellenar la rueda con paja y hierba, y así pudieron arrastrar las bicis
hasta el siguiente taller. Creyendo que tenemos la solución al alcance de
nuestras manos, forramos con hierbajos el trozo de caucho que un día fue una
cubierta. Como no podemos volver a encajarlo con la cubertería que usamos para
reparar los pinchazos, forramos el conjunto con cinta aislante y desmontamos
los frenos para que no vayan chocando con los numerosos entrantes y salientes
de la rueda. Ciertamente más salientes que entrantes, ya que la paja se
desborda por el agujero del reventón, pero al menos nos sirve para recorrer
otro kilómetro más donde estamos más seguros y a la sombra. Desmontamos los
bultos otra vez e intentamos hacer autoestop. En el proceso, un coche de
policía se para y nos pregunta si tenemos algún problema. Le explicamos lo
sucedido y la mejor respuesta que pueden darnos es pedirnos nuestros documentos
de identidad.
Chapuza. |
Esto del autoestop no
está funcionando. Las pocas furgonetas que pasan nos ignoran como si fuéramos
parte del paisaje, así que le doy la vuelta al cartel que reza “luna de miel” y
por la parte trasera escribo en mayúsculas
“PROBLEM”. Bien pensado, no deja de ser irónico… Apenas un minuto más tarde se
detiene una joven arqueóloga que al menos tiene espacio en su coche para llevar
a Gabi a la ciudad, mientras yo me quedo al retortero cuidando de las bicis y
escribiendo estas líneas. En el taller le venden una rueda que, en palabras del
mecánico, “es china pero es buena”. En media hora ya está de vuelta pero el
mapa de Grecia se quedó en el coche de la arqueóloga. Así jubilamos una
Schwalbe Marathon Mondial destripada por una flamante Chaoyang.
Café frapé en Megalópolis, para terminar bien el día. |
Ya es mediodía, así que
hacemos un par de kilómetros más y nos metemos una lentejada entre pecho y
espalda, que todo el mundo sabe es lo mejor para combatir el calor. Al fin
llegamos juntos a Megalópolis y puestos a perder aún más tiempo (concretamente,
toda la tarde), aceptamos la invitación a un café helado que nos ofrece un
caballero gritando desde una esquina. En poco rato nos encontramos rodeados por
medio vecindario, que a duras penas nos dejan marcharnos para ir a buscar un
lugar donde acampar.
Ya solo nos separa un
día de camino de la casa de Mel, y sin tener en cuenta que el cielo amenaza
tormenta, creemos que ya hemos terminado con la racha de mala suerte. Pero Gabi
insiste en ser el protagonista por una vez de la serie de catastróficas
desdichas. En un momento dado estamos descansando a la sombra, cogiendo flores
a cada cual más curiosa o bonita. Gabi arranca una flor de pétalos blancos en
forma de bolitas, y al momento la planta empieza a excretar una leche
blanquecina con la que Gabi se mancha las manos. Poco después, se rasca un ojo…
de lo que se arrepentirá durante las siguientes ocho horas, durante las cuales
siente que algo se le quema por dentro, no puede dejar de llorar y apenas puede
abrirlo. Apenas siente el puerto de montaña más alto que hemos subido durante
este viaje, lo único que quiere es encontrar un rincón donde poner la tienda y
cerrar los ojos hasta el día siguiente, pero la montaña se empina cada vez más
y hasta bien entrada la tarde, la tortura continúa. Por suerte, es mal de un
día, y por la mañana ya está mejor.
Filosofando con Mel. |
Sin más incidencias
llegamos a Alagonía, donde nos está esperando Mel para trabajar con ella
durante las siguientes semanas. Esta joven americana, medio griega medio
irlandesa quiere devolver la vida a la finca familiar donde vivieron sus
abuelos los últimos años. Al día siguiente ya pudimos hacer una exhibición de
nuestro poderoso imán para situaciones extrañas cuando fuimos a recoger el
coche “comunal”. En realidad lo compró su padre, pero apenas viene un par de
semanas al año a Grecia, así que lo usa todo el pueblo. El último en pasearlo
es el tío George, que lo ha dejado en la casa de su mujer, cerca de la ciudad
de Esparta, a la que llegamos en bus. Cuando nos lo da, nos explica que el
coche tiene un par de pequeños problemas. El primero, es que la batería da
problemas, así que hay que tener paciencia y, a ser posible, dejarlo siempre
aparcado cuesta abajo. El segundo, es que la lectura de la gasolina es
engañosa, ya que el padre de Mel golpeó los bajos del coche contra una piedra el
día que estuvieron cerca de la muerte en los grandes incendios del Peloponeso
del año 2007. Un incendio que, como la gran mayoría, comenzó de manera
intencionada, con al menos 20 focos simultáneos en el Peloponeso y arrasó
varias villas e innumerables hectáreas de bosque. Cuando los bomberos llegaron
a Alagonía, se limitaron a desalojar el pueblo y evacuar a los vecinos a la
ciudad de Kalamata, que también se vio rodeada por las llamas. Algunos vecinos,
como la familia de Mel, se quedaron para luchar contra el fuego, talando
árboles y quemando áreas enteras antes de que el fuego se pudiera propagar aún
más por el monte y las casas. Nuestro vecino estará eternamente agradecido al
padre de Mel, que se dedicó a cortar árboles en su finca para evitar que la casa
se quemara. Cuando salimos de paseo por el bosque, Mel se acerca a uno de los
pinos más grandes de la montaña, acaricia su corteza y se emociona al contarnos
que su padre empleó una hora luchando contra el fuego para que no devorara el
árbol centenario. Aunque de manera normal el agua discurre por todo el pueblo,
durante el incendio, que duró tres días, la única fuente de agua era un pequeño
estanque que tiene su tío cerca de la cima de la montaña. Con tan solo quince
años, Mel quiso quedarse para ayudar a los vecinos a cargar agua o arena, hasta
el último momento en que las llamas envolvieron la finca. Ella y su hermana
pequeña se quedaron atrapadas en un círculo al que apenas llegaba el oxígeno.
Intentó en vano arrancar el coche y tras varios intentos, solo pudieron
empaparse de agua y esperar a que sucediera lo que tuviera que suceder. En
medio de las llamas apareció su padre, que pudo sacarlas de allí.
Pelando patatas a horas intempestivas, con tío Taki y tío George. |
Con esta historia queda
justificado el golpe en el tanque de gasolina. Sin embargo, la aventura del día
no viene ni por la batería ni por el combustible. Cuando tomamos la carretera
hacia el pueblo, pasamos junto al lugar donde los espartanos arrojaban a los
bebés que nacían deformes, con la intención de devolvérselos a los dioses para
que los hicieran mejor la próxima vez. Se trata de una gruta siniestra,
estrecha, empinada e interminable, de la que emana un aire gélido. Paramos el
coche y a la hora de cerrarlo notamos cierta resistencia. Les digo que si la
cerradura no se cierra, luego igual no se abre, pero ni Gabi ni Mel me hacen
caso. Cuando volvemos de echar un vistazo a la gruta de los espartanos, la
llave no entra, el coche está cerrado y las ventanillas subidas. De repente, el
mando a distancia tampoco funciona. Intentamos forzarla pero no hay manera,
empieza a oscurecer y ha refrescado. Gabi intenta meter un palito en la
cerradura, y si antes había una cosa dentro, ahora ya hay dos. Después de un
buen rato, Mel llama a su tío, que aparece con la furgoneta y todo tipo de
herramientas que ha encontrado por casa que podrían ser de utilidad para abrir
el coche. Con un destornillador forzamos la puerta hasta donde se deja y el tío
George intenta abrir el pestillo con una percha. Después de varios intentos
Gabi acaba cogiendo una herramienta para enrasar el cemento, que es más dura
que la percha, y al final consigue abrir el coche. En el taller nos dicen que
lo llevemos al cerrajero, y el cerrajero que lo llevemos al taller, así que
optamos por dejar el coche siempre abierto y confiar en nuestra buena estrella,
que de momento no nos ha abandonado. Otro día también falló la batería, y
tuvimos que dejar caer el coche hasta la plaza del pueblo, empujando cuando era
cuesta arriba y cogiendo carrerilla cuando era hacia abajo. Aún estamos
esperando la aventurita con la gasolina.
Una de esas es nuestra casita. |
La familia de Mel y
todos los vecinos, es decir, el medio centenar de almas que habitan el pueblo,
nos han acogido con cariño, haciéndonos sentir como en casa. Todos los domingos
tenemos fiesta en alguna ermita, donde se pela mucha patata el día anterior, y
al día siguiente comemos, bebemos, cantamos y bailamos. De repente, en uno de
esos festivales, el tío Taki nos presenta a un extranjero que también vive en
Alagonía. Evan salió hace siete años de Irlanda para viajar por el mundo con apenas
23 años. El año pasado llegó a Kalamata en bici, y allí conoció a un hombre que
le dijo que se subiera a Alagonía, donde tenía una casa. Finalmente, el hombre
se quedó en la ciudad y Evan se quedó en la casa del pueblo, al cargo de los
animales y renovar el jardín. Tanto le gustó la experiencia que este año ha
repetido. Y no nos extraña, nosotros ya tenemos la idea de regresar en un
futuro próximo.
Con Mel y Evan, en la fiesta de apertura del molino (a la cual nos autoinvitamos). |
Pero de momento, es
tiempo de seguir viajando. Hemos convivido con Mel unas semanas que han pasado
sin darnos cuenta, como si fuéramos una pequeña familia. Estamos cerca de
encontrar nuestro lugar en este mundo, pero si paramos ahora de viajar para
establecernos, es muy difícil que podamos volver a retomar nuestro camino. Así
que empezaremos Julio en la isla de Creta, volveremos a ensuciarnos un poco las
manos en granjas ajenas hasta tener una propia y seguramente continuemos
saltando de isla en isla hasta Turquía. O quizá no.
Huerteando. |
Ainhoa, además de valiente viajera, estupenda escritora. Suerte en el camino. ✨
ResponderEliminarCelia