Hace una semana bromeábamos con la picadura de abeja. Lo que
aún no sabíamos (pero no tardamos en descubrir) es que soy alérgica a la toxina
que inyectan con su aguijón, y Suiza no es un mal lugar para asumir la noticia.
Por suerte, estamos en buenas manos. Geraldine me lleva al hospital cuando la
mano empieza a hincharse más de lo normal y algo empieza a ir mal en la
garganta. Cuando el médico me pregunta si me ha cambiado la voz después del
picotazo, no imaginaba que una respuesta afirmativa iba a significar una noche
en la Unidad de Vigilancia Intensiva. El enfermero, gaditano, me explica que lo
normal es que la primera picadura de abeja sea molesta pero no peligrosa, pero
esta era ya la segunda, y la anafilaxis se presenta de manera bifásica; es
decir, que podía haber una crisis alérgica una vez que empezara a sentirme
mejor, así que sería mejor que pasara la noche en el hospital, enchufada a
varias máquinas para controlar el oxígeno, ritmo cardiaco, la tensión y la
temperatura. Alrededor de medianoche me pregunta si he cenado, y el gaditano vuelve
al rato con una cena pantagruélica que levanta envidias en la sala.
Por la noche no hubo ningún problema, sólo un poco de fiebre, y después de haber dormido más bien poco, me dan el alta. El verdadero susto llega cuando pasamos por recepción para entregar el volante del alta y nos dicen que pasemos por la sala de facturación. Algo va mal con el seguro y nos dicen que tenemos que pagar 5.000 francos suizos (algo más de 4.000 euros). Pasaremos el resto del día colgados del teléfono hasta que Mapfre nos asegura que se hará cargo de todo, incluida la inyección de adrenalina que Tarantino popularizó clavándosela a Uma Thurman en el corazón (en realidad va directa al muslo, pero la escena quedó resultona).
Con Geraldine, Olivier, Esteban y Amalia. |
Descansamos dos días más con la familia Creuzat,
contemplando el diluvio universal desde los ventanales. Aquí nos contagiamos
del entusiasmo por el viaje inminente de esta familia, que va a recorrer la
panamericana con dos niños pequeños durante un año. Con ellos aprendemos mucho
sobre Suiza, sobre un milagro económico fundado en dinero de extraña
procedencia, largas jornadas laborales y una moral protestante. Aquí recibiremos
una lección que cambiará nuestra perspectiva vital: ¡el queso gruyere no tiene
agujeros! En España se ha popularizado una variedad de gruyere made in France,
que además está mezclada con Emmental. Pero después de varios litigios, Suiza
ha conseguido que Francia no pueda usar la denominación de origen, aunque en el
imaginario siempre nos quedarán los dichosos agujeros. Olivier no nos deja
marcharnos de su casa sin haber probado una auténtica fondue suiza, con quesos
gruyere y vacherin, vino blanco y ajo.
Una fondue es más lujuria que gula... |
Por delante nos
quedan cuatro días hasta la siguiente casa que van a ser realmente
duros, no tanto por las cuestas suizas como por la lluvia torrencial que
sufrimos y que tanto afecta al estado de ánimo. En algunos pueblos nos dicen
que en un día ha llovido lo que suele llover en todo un mes. Según la página
del tiempo, caen entre 30 y 50 litros diarios por metro cuadrado. La temperatura
también ha caído en picado: entramos en Suiza a 30ºC y por la mañana estamos a
8ºC. El primer día de lluvia tenemos suerte y conseguimos acampar a cubierto,
en un lugar reservado para guardar madera, rezando por que no nos despierten
los obreros pronto al día siguiente. Las nubes son tan bajas que no nos
permiten ver los picos más espectaculares de los Alpes, y nos tenemos que
conformar con las faldas.
Fribugo. |
Mucha gente nos pregunta “¿qué hacéis cuando llueve?” La
respuesta más obvia: mojarnos. Puedes tener un buen cubre pantalón para la
lluvia y un chubasquero de gore-tex, pero no dejan de ser plásticos con una
transpirabilidad limitada. Cuando pasas diez horas seguidas en la calle, bajo
la lluvia, te mojas en mayor o menor medida, pero si además estás haciendo
algún tipo de ejercicio, el sudor también te empapa por dentro. Al final
también acaba entrando agua en las alforjas, porque es inevitable abrirlas
cuando estás al descubierto, y la ropa mojada no se seca dentro de las alforjas
sino que humedece todo lo que toque. La peor parte, seguramente, sea la tienda
de campaña. Nosotros siempre procuramos hacer acampada libre (sólo hemos pagado
por dos campings en todo el viaje), de modo que no sabes qué tipo de suelo o
condiciones te vas a encontrar en el camino. Si hay suerte, dormiremos en un
lecho de árboles frondosos como encina o roble, que son los más mullidos, pero
que también retienen muchísima agua. Estos días de lluvia este será el tipo de
bosque que encontremos.
También es importante montar la tienda y el tarp
(toldo) lo más rápidamente posible para que no se mojen por dentro. Pero un día
lo hacemos tan deprisa y mal que una de las varillas de la tienda se raja, y un
trámite de cinco minutos se convierte en un suplicio de tres cuartos de hora,
hasta que conseguimos desenganchar el metal partido de las costuras de la
tienda, hacerle un remiendo con cinta adhesiva y montar la tienda. Para cuando
acabamos, tenemos una charca dentro de casa. Diría que no pudimos dormir
pensando en que se iba a romper de un momento a otro, pero estamos tan cansados
que caemos rendidos en la marisma en que se ha convertido el fondo de la
tienda.
El recuento de bajas de estos lluviosos días es
catastrófico: se ha rajado la pantalla del cuentakilómetros, el e-book ha
dejado de funcionar, una varilla de la tienda inservible y, por si fuera poco,
esa misma mañana Gabi apuñala una de las alforjas con un cuchillo. A veces, el
punto más difícil de la etapa consiste en salir del saco de dormir. Por delante
nos queda mucha lluvia y un paso llamado Brünigpass, en el que se cubren 500
metros de desnivel en apenas 5 kilómetros; o lo que es lo mismo, 5 km con una
pendiente media del 10%. Pero estamos en Suiza, y los habitantes de este país
nos hacen la vida un poco más amable: un ciclista me empuja en un par de tramos
duros, mientras me anima a continuar un poco más antes de rendirme. Nos cruzamos
con un par de ciclistas bien cargados que se paran a hablar con nosotros. Después
de intentar cruzar cuatro palabras en alemán nos damos cuenta de que hablamos
igual de mal inglés, señal inequívoca de que somos franceses o españoles. Resulta
ser un matrimonio catalán de edad avanzada que viene haciendo la misma ruta
ciclista que nosotros. Suiza es un paraíso para los ciclistas, existen varias
rutas nacionales y muchas rutas regionales para descubrir el país, que
transitan por vías con poco tráfico o senderos de montaña. Nosotros seguimos la
ruta 9, el camino de los lagos, y es un trayecto que recomendamos con
entusiasmo, a pesar de las montañas o precisamente por ellas.
El cuarto día podemos ver pequeños claros en el cielo, aún
estamos a 80 kilómetros de Luzerna, pero el camino hasta la casa de René y
Monique es fácil y muy bonito. Gracias a una varilla de repuesto que tienen en
su tienda hacemos un pequeño apaño en la nuestra, escribimos a Vaude para
contarles la situación y buscamos otras soluciones. Vaude no tarda en responder,
por 9 euros nos envían una varilla nueva a cualquier punto de Alemania. Sin embargo,
Monique nos ha encontrado una ganga en internet: un hombre en la frontera de
Suiza con Alemania vende una MSR Furius por 250 euros. Ahora toca decidir qué
hacer. Nos gusta nuestra tienda, una Vaude Taurus 2p, pero es verdad que la
zona de los pies no queda bien tensa, no es completamente autoportante, es tres
estaciones y no se puede quitar el techo para dormir sólo con la tela interior
en verano. La Furius es cuatro estaciones y no tiene las limitaciones que tiene
la nuestra, que en su día la compramos muy barata también de segunda mano,
aunque con bastante trote. Tenemos varios días para pensar qué hacer, ir a ver
la tienda a orillas del lago Constanza y decidir. De momento, procuramos
contactar con más warmshowers que de costumbre para no tentar demasiado a la
suerte con la varilla, de modo que en Zug pasamos una divertida velada con Ralf
y Franzi. Así, solo dormimos un día al aire libre en casi una semana, en un
merendero alejado de la carretera con baños, cocina y papelera. Al día
siguiente también esperábamos dormir bajo las estrellas, pero un ciclista nos
paró en el camino, empezó a hablar con nosotros en castellano y nos invitó a
dormir en su casa. Pero cometimos el error de no apuntar las indicaciones, y
tras dos horas subiendo y bajando las colinas aledañas, y ya anocheciendo, nos
dimos por vencidos. Era demasiado tarde como para buscar un lugar en un bosque,
y tocamos en una casa para pedir permiso para acampar en el jardín. Para nosotros,
los campings suizos son lujos inaccesibles, no podemos (ni queremos) pagar 30 o
40 euros por persona por poner la tienda en un lugar que no tiene nada de
especial. El hombre que nos abre la puerta resulta ser un anfitrión con
mayúsculas. Nos dice que podemos dormir en su jardín, pero que mejor pasemos la
noche dentro de su casa y nos ofrece una cena y un desayuno bien ricos. Por la
mañana, nos prepara un pic-nic para el día, con un par de cocacolas, un montón
de barritas energéticas y manzanas de su jardín. Cuando nos estábamos
despidiendo nos pregunta si tenemos una navaja suiza y nos regala una con su
nombre. Nos acordaremos mucho de Albert.
Albert. |
Baño en el Walensee. |
Los últimos días que pasamos en Suiza el tiempo nos da un
respiro, aunque el calor nos deshidrata y el sol nos quema la piel. Al fin
podemos admirar las montañas que vigilan la ruta de los lagos, e incluso darnos
un baño en uno de ellos. Casi sin darnos cuenta cruzamos Liechenstein, un
curioso y pequeño país donde la monarquía no es incompatible con la democracia
real. De este modo, en 24 horas hemos dejado atrás dos países y ahora
descansamos en Austria, en el dulce hogar que Christoph y Elisabeth han construido
con sus propias manos. En este preciso instante, tenemos un mapa de Europa desplegado
en la mesa y pensamos por dónde continuar nuestra ruta hacia el fin del mundo.
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