sábado, 19 de julio de 2014

EL QUESO GRUYERE NO TIENE AGUJEROS



    Hace una semana bromeábamos con la picadura de abeja. Lo que aún no sabíamos (pero no tardamos en descubrir) es que soy alérgica a la toxina que inyectan con su aguijón, y Suiza no es un mal lugar para asumir la noticia. Por suerte, estamos en buenas manos. Geraldine me lleva al hospital cuando la mano empieza a hincharse más de lo normal y algo empieza a ir mal en la garganta. Cuando el médico me pregunta si me ha cambiado la voz después del picotazo, no imaginaba que una respuesta afirmativa iba a significar una noche en la Unidad de Vigilancia Intensiva. El enfermero, gaditano, me explica que lo normal es que la primera picadura de abeja sea molesta pero no peligrosa, pero esta era ya la segunda, y la anafilaxis se presenta de manera bifásica; es decir, que podía haber una crisis alérgica una vez que empezara a sentirme mejor, así que sería mejor que pasara la noche en el hospital, enchufada a varias máquinas para controlar el oxígeno, ritmo cardiaco, la tensión y la temperatura. Alrededor de medianoche me pregunta si he cenado, y el gaditano vuelve al rato con una cena pantagruélica que levanta envidias en la sala. 

  

domingo, 6 de julio de 2014

ROUTE BARRÉE



    Ni siquiera teníamos pensado pasar por Grenoble, pero el amigo de Sylvain es mecánico de bicis y nos puede echar una mano con algunas dudas, así que finalmente decidimos hacer noche aquí. Pero lo que iba a ser solo una noche se convierte, por causas de fuerza mayor, en una semana. Mis rodillas arrastran un problema desde hace kilómetros y con la subida a Vercors terminan por colapsar. El dolor es intenso al pedalear y prácticamente me impide caminar. Descansamos un par de días con la ilusión de que mejore la cosa por arte de magia, pero el milagro no ocurre esta vez. Así que tenemos que recurrir a eso que se paga con la esperanza de no tener que utilizarlo: el seguro médico que contratamos antes de salir. Nos volvemos un poco locos, pero finalmente funciona rápido y para el día siguiente a primerísima hora ya tenemos cita con el médico. Tras un breve sobeteo me diagnostica lo mismo que le dice a la mitad de los esquiadores que acuden a su consulta en invierno: condromalacia o síndrome rotuliano. En términos médicos significa una inflamación del cartílago que está debajo de la rótula. En términos profanos, es un dolor de rodillas de origen incierto y cura insegura. Las radiografías que me hacen ese mismo día por la tarde confirman que no hay nada grave, pero la médica considera que es necesario que empiece de inmediato con fisioterapia. El problema es que quien decide es el que paga. Es viernes y hasta el lunes los médicos de Mapfre no emitirán el veredicto. Mientras tanto, mucho voltarén (que, por supuesto, no hace nada). En la casa donde nos estamos quedando nos dicen y repiten que podemos estar allí el tiempo que sea necesario, pero la médica ha dicho que necesitaré al menos 20 sesiones de fisio y el asunto no pinta nada bien. Los días pasan y el dolor aumenta. Cuando les contamos cómo funciona el seguro, la novia de Gabriel, la persona que nos aloja, nos recomienda que dejemos a un lado la medicina convencional y que visitemos a un amigo suyo, osteópata, que vive en su pueblo. Sin nada que perder, cogemos el bus y en una hora este gran hombre me está recolocando ambas articulaciones. Después de un reconocimiento integral de la postura corporal, se percata de que el problema es que se han desviado los meniscos, así que me retuerce las dos rodillas hasta que vuelven a encajar. Suena doloroso. Lo es. Pero en cuanto cesa el dolor por la agresiva intervención, la rodilla izquierda está completamente curada y la derecha tardará pocos días más en estar en perfectas condiciones. Además, por ser amigos de Salomé, no quiere cobrar la consulta. Un ángel más que sumar a la lista de gente maravillosa que encontramos por el camino. 

El Mont Blanc al fondo.