Hemos recorrido la friolera de tres kilómetros desde que
salimos de Avignon hasta que hacemos la primera parada. Finalmente ha ocurrido:
la válvula de la cámara que Gabi rompió al día siguiente de comprar la bici, ya
no puede más y ha decidido jubilarse. Y lo hace a mediodía, en un lugar sin
sombra y con un viento considerable. Estamos encantados con las cubiertas que
llevamos, unas Schwalbe Marathon Mondial, pero no nos gustan tanto cuando
tenemos que reemplazar la cámara. Así, pasamos bastante tiempo forcejeando con
ellas hasta que nos permiten hacer la maniobra. Es el presagio de que nos
espera un día apasionante. Además, hemos hecho un nuevo amigo; se llama
Mistral, un pariente lejano de nuestro nada añorado Cierzo. Tenemos que
concentrarnos al máximo para mantener el equilibrio sobre la bici. No me
extraña que el viento vuelva locas a las personas, no te deja a solas con tus
propios pensamientos, ni mucho menos hablar con tu compañero. En una ocasión,
el viento nos arroja hasta la mitad de la calzada y un coche nos pita. ¿Y qué
piensa, que lo hemos hecho por gusto? El Mistral todavía agitará durante cuatro
días más los campos de lavanda que tiñen de morado los alrededores.
Plantaciones de lavanda. |
En general, en el sudeste de Francia la educación y el
respeto de los conductores deja mucho que desear. Hace tiempo que nos hemos
acostumbrado a que aquí la distancia de seguridad sea más estrecha y que los
coches no suelen reducir mucho. Pero en esta región varios vehículos han pasado
rozándonos, un par de ellos incluso intencionadamente, y hasta que no
alcancemos el departamento de La Drôme ningún coche volverá a ralentizar el
paso y esperar el mejor momento para adelantarnos. Para llegar allí subimos dos
coles (puertos) en un mismo día, la más alta, de 186 metros. Según nos alejamos
del Ródano y entramos de nuevo en las montañas, todo va cambiando: la gente, el
paisaje, los ánimos y la intensidad del viento. Pasamos a visitar Grignan y su
castillo medieval y remontamos los ríos Eygues y Ouile, por las preciosas
Gorges de St. May. Cuando alcanzamos el pueblo de Remuzat, kilómetros
verticales encajan el valle: se trata de la región prealpina. Cuando diseñamos
la ruta desde el sofá de casa, lo hicimos pensando en seguir grandes ríos y
evitar las zonas más escarpadas. Y ahora obligamos al lector a buscar en google
de qué ríos estamos hablando y hemos enfilado hacia el Mont Blanc. Precisamente
en unos de esos ríos paramos para comer y darnos un furtivo baño como Dios nos
trajo al mundo. Mientras degustamos unos deliciosos macarrones con un sofrito
de cebolla y pimiento un enorme perro abandonado se nos acerca y nos hace
compañía durante la sobremesa. Cuando ya estamos pensando en adoptar a Austin,
el animal decide ayudarnos a terminar el pan y buscarse otra compañía no
vegetariana más interesante.
Austin. |
Gorges de St. May. |
Ascendemos una col de verdad, de esas que rondan los 1.000
metros, aunque es tan suave que en muchos de sus tramos vamos con el plato
mediano. Al otro lado de la montaña hemos quedado en un pueblo llamado
Recoubeau-Jansac, en una región con un curioso nombre: Pays Diois. Imposible no
leer otro topónimo más divino. Peor lo tienen los angloparlantes, ya que la
capital de la región es Die, lo que da lugar a macabros juegos de palabras. El país
de Dios nos recuerda mucho al valle del Baztán. Se trata de una zona inmersa
entre montañas, en la cual sus habitantes han desarrollado cierta tendencia al
autoconsumo. Los productos, de origen local, son en gran parte ecológicos y se
han desarrollado muchos proyectos de agricultura sostenible y permacultura. Es curioso
cómo el mundo de la bici está a menudo ligado al “mundo-bio”; por el camino
hemos encontrado numerosos ciclistas de largas distancias adheridos a este
movimiento, veganos o vegetarianos, que practican yoga y se curan mediante
medicina natural. Uno de ellos es Sylvain, que nos acoge unos días en
Recoubeau. Será nuestro anfitrión y nuestro gurú por el país de Dios. Él llegó
aquí hace unos años, después de haber dado una vuelta al planeta en bicicleta
con un amigo entre 2006 y 2009, visitando más de 40 países en el trayecto. Por el
camino aprendió idiomas, medicina, carpintería, albañilería, mecánica práctica
(que sumó a sus conocimientos como ingeniero) y que le han permitido estar
construyendo ahora mismo su propia casa. Con él descansar no es sinónimo de
perder el tiempo. Vamos a visitar unos amigos suyos, también cicloviajeros, que
de la noche a la mañana se encontraron con que no podían seguir viviendo en la
casa que tenían alquilada, pero tampoco podían alejarse demasiado de su granja,
así que se les ocurrió una solución que en principio iba a ser temporal:
construir una yurta (vivienda típica de los nómadas mongoles) junto a su cabaña
ecológica de cabras. Y lo que iba a ser un parche hasta encontrar algo mejor,
resultó ser un remiendo que lleva tres años funcionando sin visos de cambiar en
breve tiempo. Por la noche nos lleva a un local alternativo donde una amiga
suya proyecta un documental que rodó durante el verano pasado, una comparativa
entre las granjas ecológicas de Francia y Rumanía. En un momento del documental
un granjero rumano lamenta que la agricultura se haya convertido en un negocio
más, no puede comprender que exista una industria alimentaria que funcione
igual que una fábrica de plástico; del mismo modo le rechina la idea de que las
familias dediquen un porcentaje tan bajo de su presupuesto a comida, cuando no
puede haber otra cosa más importante. Podemos gastar 300 euros en un iphone,
pero luego compramos comida barata (ni siquiera estoy hablando de comida basura
o precocinada) sin preocuparnos de los pesticidas y transgénicos que nos están
matando poco a poco, y sin cargo de conciencia por la explotación de personas y
animales, con el consiguiente hundimiento de la economía local. En el Lidl, el
chocolate está más barato.
Una yurta en medio de Francia. |
Por la noche, Sylvain nos tiene dos sorpresas preparadas:
por un lado, ha contactado con unos amigos, una familia cicloviajera que vive
en Suiza y que nos espera en su casa; por otro, ha hecho planes con otro amigo
viajero para pasar los próximos dos días en las montañas. No hay mucho que
pensar, metemos las bicis y las alforjas en la furgoneta y recorremos a cuatro
ruedas el puerto que íbamos a hacer sobre dos.
En Chichiliane cambiamos las bicis por la mochila y
ascendemos al Plateau de Vercors, hasta los 2.000 metros de altura. Desde allí
disfrutamos las preciosas vistas a los Alpes, vemos rebecos y marmotas, y crece
aún más el deseo de contemplar el Mont Blanc. Dormimos en el refugio situado
junto al paso de L’Aiguille, donde una veintena de héroes de la Resistencia
trataron de frenar en vano el avance de los alemanes durante la Segunda Guerra
Mundial.
Paso del Aiguille al Plateau de Vercors |
Cuando estemos en Grenoble, de nuevo en una casa conseguida gracias a
los contactos de Sylvain, aprenderemos un poco más sobre esta guerra, aunque el
recuerdo de la Gran Guerra, como fue conocida la Primera Guerra Mundial, nos
impresiona aún más. No sólo por lo absurdo del conflicto, sino porque en cada pueblo por el que hemos
pasado hemos ido viendo recuerdos a los desaparecidos y fallecidos, listas de
nombres que en ocasiones superaban el número actual de casas de la villa, y que
aportan una idea de la dimensión del conflicto. Las trincheras del Somme y
Verdún engulleron sin clemencia a los pobres desgraciados que fueron enviados a
defender el frente. La carnicería se saldó con un millón y medio de muertos (el
número de heridos, amputados y con trastornos mentales es aún mayor) por el
lado francés. Escalofriante pensar que la Gran Guerra no llegó a sesgar tantas
vidas como las guerras de religión que entre 1562 y 1598 arrebataron a Francia
una décima parte de su población, contando unos dos millones de muertos.
Demasiada sangre para un lugar tan bello.
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