Por azares del destino, la equipación de
invierno ha aparecido en la carretera como obra de la Divina Providencia.
Primero fueron los guantes de lana de Gabi, que encontramos tirados junto a un
banco a orillas del Danubio, y que completan su kit de accesorios que empezó
con un gorro abandonado en Madrid y una huérfana braga para el cuello aparecida
en Conques. Para los pies, nada mejor que las botas de agua de un pobre okupa
fallecido hace poco en el molino abandonado que ha sido nuestro hogar durante
una fría semana. Por su parte, Gabi está contento con los escarpines de
neopreno que nos regalaron en Eslovenia, aunque yo tampoco me quejo de los
guantes que me regaló Clea, una valenciana que lleva 11 años viajando con su
familia en un carro tirado por caballos y que ha instalado su campamento de
invierno en Hungría. Pero lo que realmente nos ha permitido disfrutar de
pedalear en las condiciones más frías ha sido la idea de Peter de coger un par
de anoraks de segunda mano, cortarlos y coserlos para hacer unas manoplas que
se instalan en el manillar y con las que podríamos viajar al Polo Norte.
Retomemos la historia donde la habíamos dejado para entender cómo se han ido
encadenando esta serie de circunstancias que nos han hecho la vida más fácil.
Dejamos la granja de cabras y nuestra
siguiente parada está a 500 metros. Drahuska y Janko nos piden que pasemos con
ellos un par de días hasta que me cure completamente de un buen constipado que
agarré los últimos días y termine de soldar el dedo meñique del pie, que aún
está dando guerra. En este hogar se respira una felicidad que se mezcla con los
aromas que emanan del horno de Drahomira y las pociones mágicas de Janko. No sabemos
si nos hemos curado de todos los males que pudiéramos tener gracias a la
medicina alternativa, a la buena comida o a las buenas vibraciones, o quizá
debido al cóctel que resulta de mezclar todos estos elementos, pero el caso es
que nos sentimos cargados de energía positiva para afrontar una nueva etapa en
este viaje. Durante más de un mes viajaremos con otro compañero, no por gusto
sino porque no tenemos arrestos para deshacernos de él: Janko nos ha regalado
una calabaza de dos kilos, de las más ricas que crecen en su huerta, pero tiene
una raja que la atraviesa de lado a lado, a modo de mueca burlona. No tenemos
mejor idea que pintarle ojos para enfatizar la sonrisa y la bautizamos como
Bonifacio. Tardaremos casi mil kilómetros en comérnosla, ya en Hungría, cuando
aceptamos que es mejor comernos a Bonifacio que esperar a que se nos ponga
pocho. Nuestra anfitriona, a la que ofrecemos el sacrificio, también nos
entiende, así que después de decapitar al bueno de Bonifacio para asar su
cuerpecito, deja su cabeza de recuerdo sobre la mesa de la cocina.
Semanas antes de librarnos de Bonifacio,
Monika nos ayuda a empezar a rodar de nuevo. Nos invita a participar en su
clase de español en Piestani, y contacta con un amigo suyo para que nos aloje
allí y así poder tener una pequeña fiesta de despedida. Comenzar a pedalear
después de un mes sin coger la bici es peor que el primer día, sobre todo por
el fortísimo viento en contra que nos acompañará los días siguientes. Igual de
grata será la compañía de las agujetas y el dolor de culo, que parece haber
perdido el callo que tantos meses nos costó hacer. Sin embargo, el mayor
trastorno de volver a la carretera en noviembre es el cambio horario, gracias
al cual ahora anochece a las 4:30 de la tarde. Tenemos que modificar nuestros
hábitos para poder aprovechar el perezoso sol de noviembre, que parece no tener
ganas de alzarse demasiado alto en el cielo y que ilumina el camino con su luz
dorada.
Estamos tan desacostumbrados que parece que se
nos ha olvidado hasta cómo buscar sitio para acampar. Al día siguiente de dejar
Piestani llegamos a Hlohovec, apenas 30 kilómetros siguiendo el río Vah,
ascendemos una pequeña colina y paramos a descansar en un mirador desde el que
se divisa el amplio valle. Como estamos cansados de pedalear en contra del
viento y nos duele todo, decidimos montar allí mismo el chiringuito. Empiezan a
venir coches y en poco tiempo el lugar se llena de familias que vienen a
disfrutar de las vistas y el viento para jugar con cometas. El sol ya empieza a
ponerse, pero de allí no se va nadie. Una de las últimas familias es
especialmente ruidosa, no por los chiquillos, que están jugando atontados con
el móvil sentados en un banco a dos metros de nuestra tienda, sino por la
abuela que disfruta como nadie volando su cometa hasta que despuntan las
primeras estrellas. Viene una pareja a hacerse arrumacos al banco contiguo, un
perro intenta entrar en nuestra tienda de campaña y dos hombres cierran
negocios junto al acantilado. Viene otro coche, y otro más. Ya hemos perdido la
cuenta. Son las dos de la mañana y un grupo de jóvenes que ha venido a
disfrutar de la noche se divierte toqueteando los cambios de nuestras bicis.
Mañana nos escondemos mejor.
Continuamos por el Vah hasta que vierte
generosamente sus aguas en el Danubio. Ya que estamos por estos lares, sería
una pena no probar unos kilómetros de una de las rutas cicloturistas más
famosas de Europa, de modo que viajaremos cómodamente por la vía ciclista que
discurre junto al río hasta Budapest, aprovechando que es temporada baja. De
hecho, solo nos encontramos con otro ciclista, que está tratando de completar
la ruta en tiempo récord y documentar su aventura en vídeo. Parece que no vamos
a llegar nunca a Budapest, en los últimos kilómetros nos para todo el mundo, algunos
solo para charlar, un hombre nos ofrece ir a su casa y acampar en su jardín y
una mujer nos trae un trozo de pastel de manzana recién horneado. Pero la
entrada a Budapest no es tan amable, y la falta de señalización y las obras hacen aún más divertido el proceso. Sin
embargo, merece la pena. Aunque normalmente huimos de las grandes ciudades,
Budapest nos parece una preciosidad. Tenemos que retrasar un día nuestra salida
porque Gabi coge el virus más tonto que pillaremos durante el viaje: dice que le
duele el estómago, tiene náuseas y debilidad y frío en los brazos, y es este
último síntoma el peor de todos. Yo no le creo hasta que dos días después, ya
en la carretera, padezca el mismo virus tonto, ¡y tengo que dar fe que la
flojera de brazos se hace insufrible! Por suerte es virus de un solo día y no
nos impide continuar nuestro camino hacia el lago Balaton, el lago más grande
de Centroeuropa y centro de atracción turística de esta parte de Europa.
Ciertamente, no en invierno, cuando todos los bares, restaurantes y
puestecillos están cerrados, y la niebla apenas deja entrever que hay una masa
de agua más allá de la blancura total. Para que nos relajemos, se ha puesto a
llover como en los viejos tiempos.
Cerca de la orilla sur del Balaton nos espera
la familia de Sophie. Ella y su marido eran dos ingenieros con buenos puestos
de trabajo que se ganaban (bien) la vida en Alemania hasta que se dieron cuenta
de que aquello no era lo que estaban buscando, así que cogieron sus cosas y se
marcharon a Hungría, donde el abuelo de Zoltan, marido de Sophie, tenía una
finca en un pequeño pueblo. Allí decidieron empezar de cero, arreglar la
huerta, una pequeña granja y el jardín según los principios de la permacultura
y la biodinámica, y criar a sus hijos por su cuenta educándolos en casa.
Aprovechamos los días que pasamos con ellos para ayudarles con su proyecto en
la huerta y aprendemos mucho de teorías educativas, del lenguaje no violento,
de medicina alternativa y de nuevas formas de hacer las cosas.
Mientras estábamos en Budapest subimos a
internet una foto de nuestras bicis con el Parlamento de fondo que no era gran
cosa pero que con los efectos que trae la cámara quedó bastante resultona. Frida,
viajera empedernida que vive al otro lado del lago, vio la foto y nos invitó a
pasar por su casa, incluso aunque ella no fuera a estar allí. A veces ocurren
estas cosas, recibes una invitación espontánea de alguien que no conoces, pero
que te dice dónde encontrar las llaves de su casa en caso de que aún no haya
llegado, y te abre las puertas de su hogar, diciéndote que te sirvas de todo lo
que necesites. Finalmente llega ya tarde por la noche, pero trae unas cervezas
y un vinito que riegan una amena conversación. Al día siguiente le ayudaremos a
hacer aceite de girasol casero y quedaremos eternamente agradecidos por sus
consejos viajeros y su enorme hospitalidad.
No volveremos a ver el sol durante las
siguientes dos semanas. De camino a Szalasanto, donde se encuentra la stupa
(templo budista) más grande de Europa, disfrutamos de sus últimos rayos. Pero
la mañana siguiente, cuando descendemos hacia la densa niebla que ha cubierto
Hungría, nos percatamos de que el invierno está llamando a la puerta. No hace
demasiado frío según el termómetro, estamos a tres grados sobre cero, pero la
húmeda niebla cataliza la sensación de frío hasta los tuétanos. Desayunando no
parecía tan terrible, cuando aún estábamos en la colina sobre las nubes bajas,
así que tampoco nos hemos vestido para la ocasión y llevamos prácticamente la
misma ropa que llevábamos en verano. Rodamos rápido sobre llano, y las
lagrimillas y los mocos vuelan libremente. El frío lacerante acuchilla nuestras
manos. Ningún guante, por muy impermeable y cortavientos que sea, parece
suficiente, y empezamos a preocuparnos seriamente por tener que pedalear en
estas condiciones durante los próximos
meses. Por si acaso teníamos alguna duda acerca de la ruta a seguir, ahora
decidimos poner rumbo a la costa croata “sin demora”.
Stupa en Szalaszanto. |
Peter está preocupado por nosotros, y al poco
de llegar a su casa en Szalaegerszeg nos dice que ha visto un invento en
internet para mantener las manos calientes, semejante a las manoplas que llevan
los motoristas. Se puede comprar por internet por cien euros o hacerte unos
poguis caseros por 5 euros, comprando unos anoraks en una tienda de segunda
mano, cortándolos por mitad de la espalda y volviéndolos a coser para que
cubran el manillar y los brazos. Dicho y hecho, al día siguiente vamos a la
tienda más cercana y pasamos toda la tarde cosiendo. A día de hoy, la
temperatura mínima a la que hemos pedaleado ha sido cinco bajo cero y con unos
simples guantes de lana sin dedos dentro del pogui sigue sintiéndose calor.
Volvemos a la carretera felices con nuestros
nuevos complementos, que además nos aportan un aire distinguido, con la única
pena de que mañana es el cumple de Gabi y no tengo ni idea de cómo podríamos
celebrarlo. Paramos en el supermercado del penúltimo pueblo grande de Hungría
antes de cruzar la frontera con Eslovenia, ojeando algún manjar especial para
la ocasión, cuando una mujer interrumpe nuestra pesquisa. Nos pregunta si somos
nosotros los dueños de las bicis que hay aparcadas en la puerta (¿cómo nos
habrá reconocido?), y nos dice que ella también es una viajera, que salió de
Francia hace cinco años y que está pasando el invierno con otra amiga que
también es viajera y, además, de Valencia. Nos invita a acompañarla, aunque sea
para tomar algo calentito, o si queremos pasar unos días con ellas ¡o todo el
invierno! Mientras seguimos a Elsa con las bicis, poco a poco, va desvelando
quiénes son y cómo viven. Ella lleva cinco años viajando en carros de caballos,
acompañada por sus dos hijas pequeñas. En el circo donde estuvo colaborando la
última temporada conoció a una valenciana, Clea, que también viaja del mismo
modo, con sus tres hijos, cabras y gallinas desde hace once años. En invierno, estos
nómadas suelen montar campamentos “fijos” para asegurar el pasto de los
caballos y aparcar el carro durante los meses más difíciles. En esta ocasión
han conseguido contactar con un amable granjero húngaro que acaba de recuperar
el antiguo molino de Zalalovo que perteneció a su familia. Como él vive en
Budapest, le resulta ventajoso tener a alguien en sus tierras, cuidando de su
granja y sus animales. Las madres, igual de entusiasmadas que sus hijos, nos
convencen de quedarnos unos días con ellas hasta la gran fiesta que preparan
para el domingo, alojándonos en el viejo molino que, aunque no tenga luz, ni
agua corriente, tiene una estufa de leña y un par de colchones.
Al día
siguiente es maravilloso poder celebrar el cumpleaños con un pastel recién
horneado, después de haber pasado la mañana cogiendo tupinambos para alimentar
a los cerdos del granjero. Los días que estamos con ellas les ayudamos con los
preparativos de la fiesta y a hacer leña, y cuando llega el domingo, celebramos
al mismo tiempo los cumpleaños de dos de las niñas. Los invitados que acuden
son también carreteros, viajeros empedernidos, músicos y artistas de circo. Los
regalos que reciben las niñas son todos manufacturados: unas alforjas cosidas a
mano, un juego de buscar parejas confeccionado con cáscaras de nuez, unos
cuadernos con la tapa personalizada con dibujos a acuarela… La fiesta la
disfrutamos todos juntos, niños y adultos. No sabemos si se lo pasan mejor los
que están saltando a la cuerda o los que están participando en la orquesta
improvisada, y todos comemos de la comida, dulces y bizcochos que la gente no
ha comprado, sino que ha preparado con lo que tiene, por pobre que sea. Especialmente
bueno es el quiche de Clea, que en lugar de espinacas ha cocinado con ortigas
del campo. Por la tarde (o debería decir noche), todos disfrutamos con juegos
de mímica, de nuevo juntos niños y adultos, sin una gota de alcohol, pero
riendo y bailando como borrachos.
Pero como un capítulo de esta aventura con una
Ainhoa sana no es un verdadero capítulo, en esta ocasión enfermo de algún tipo
de virus gástrico que han padecido casi todos los habitantes del campamento de
invierno de Zalalovo, y que me dejará para el arrastre durante la siguiente
semana, con varios días y noches especialmente desagradables. Viendo que el
tiempo no mejora y que la tripa está un poco más estable, nos despedimos de
Elsa, Clea y sus chicas, con la firme convicción de que nos encontraremos por
alguna carretera de quién sabe qué lugar. Este mundo es increíblemente pequeño,
Clea ya estuvo viajando por un tiempo hace ya ocho años con la otra familia
holandesa que conocimos en Francia, así que no parece improbable que en este
planeta azaroso encontremos, si no a ellas, a alguien que nos dé noticias de
tantas almas errantes.
Cruzaremos Eslovenia sin ver el sol. Las nubes
bajas se han instalado como si fueran lencería fina: soñamos que es mejor
disfrutar de las formas insinuadas de las montañas que si se nos mostraran
vulgarmente, de la forma en que se exhiben sin pudor para los turistas
estivales. Captamos especialmente su hermosura cuando paramos a recuperar el
aliento que perdimos subiendo las empinadas laderas de unos montes cubiertos de
bosque. En uno de esos intentamos buscar refugio una tarde, pero nos descubre
el dueño del terreno. La mujer se baja del coche, con una lata de cerveza en la
mano y nos pregunta algo en esloveno. Respondemos como podemos y le preguntamos
si habla inglés, para lo que llama al hombre que conduce. Sus nombres son Eva y
Roman, quienes no dudan un momento en pedirnos que les sigamos hasta su rancho
para dormir bajo techo y calientes, nos ofrecen abundante comida y aún más
abundante bebida, y casi nos obligan a lavar toda la ropa y a ducharnos. Roman
estuvo viviendo ocho años en Estados Unidos y realmente saborea las palabras
que enuncia en este idioma. De vuelta en Eslovenia, ahora trabaja para una
agencia de deportes de aventura en el río Savinja, y como quiere ayudarnos de
cualquier forma que le sea posible, nos regala un par de escarpines justo del
número de Gabi. Él ha tenido un poco más de suerte, ya que las botas de agua
que yo pude coger del molino son cuatro números superiores al mío, pero como no
hay mal que por bien no venga, aprovecho los trozos de mangas que corté del
anorak de los poguis para usarlos como calcetines extracálidos.
Cuando retomamos el camino, el contenido de
mis tripas decide que no quiere seguir avanzando conmigo y tenemos que parar
tan a menudo que un día solo conseguimos hacer seis kilómetros. Finalmente
decidimos comprar algo en una farmacia y tomarnos un descanso en un hostal en
Novo Mesto. Volvemos a hacer autoestop y el primer coche que nos ve es el
primero en parar. Así cubrimos los últimos 15 km que nos separan de la ciudad,
y allí puedo recuperar algo de salud y de fuerzas. Tanto nos vamos animando que
decidimos juntar dos etapas en una y recorrer los últimos 80 km hasta Slunj,
donde nuestro anfitrión nos espera desde hace días, y al que hemos vuelto un
poco loco con tanto anuncio de retraso. Como recompensa, el sol brilla de
nuevo. Por las noches y al amanecer esto significa que las temperaturas caen en
picado, y el paisaje aparece completamente cubierto por una capa de hielo,
tanto que parece que ha nevado. Cruzamos la frontera con Croacia y continuamos
por maravillosas carreteras secundarias que suben y bajan por las colinas, aún
blancas en las zonas umbrías. El invierno ha llegado.
Esas bicicletas no imaginaban quienes las montarían y adonde las llevarían.... Un abrazo y felicitaciones.
ResponderEliminarRaúl (chocolatero)
Os deseo toda la suerte del mundo para continuar con vuestros sueños, vuestra bonita vida alternativa, la cual humildemente desde mi forma de ver las cosas, admiro.
ResponderEliminarMis felicitaciones por haber conseguido ser libres, en este mundo que pese a ser tan grande, tantas personas tratan de hacernos ver tan pequeño.
Thyme