“Lo que has hecho se convierte en la
vara con la que juzgarte sobre lo que harás, especialmente desde la perspectiva
de los otros. En cambio, cuando viajas eres lo que eres en ese momento. Las
personas no conocen tu pasado como para reclamarte algo. No hay “ayer” cuando
estás en la ruta”.
William Least Heat-Moon
(1931- ), viajero y escritor americano.
Hace
tres años no era un ser humano. El miedo me paralizaba y la ansiedad me
carcomía. Al principio sentía los nervios lógicos de acudir por primera vez a
un lugar desconocido, pero la bestia se alimentaba de mi inseguridad; creció y
se convirtió en un monstruo que devoró mi alma. Como un robot, solo era capaz
de frecuentar sitios que me fueran familiares. El último que pude conocer fue
la Biblioteca Nacional de España, donde la baja iluminación y la escasa
afluencia me hacían sentir cómoda. Pero al cabo del tiempo se me hizo
insoportable que cada día me asignaran una mesa distinta, y en pocas semanas
fui incapaz de levantarme de mi butaca para solicitar nuevos libros, así que
dejé de acudir, aun cuando no había terminado mi trabajo allí. Entonces
me refugié en casa, que ni siquiera podía sentir como propia. Por aquella época
Gabi y yo andábamos buscando una oportunidad para construir una nueva vida
alejada de Las Rozas, donde habíamos compartido piso con un compañero suyo
durante un tiempo. Hasta que surgiera algo nuevo nos habíamos instalado en casa
de su madre, en las afueras de una urbanización residencial. Solo para ir a
comprar el pan había que caminar durante quince minutos, no existía ningún tipo
de contacto entre vecinos y para llegar a mi biblioteca era necesaria una hora
y media de transporte público. Poco a poco dejé de ir a Madrid, no soportaba el
peso de las miradas de los extraños cuando entraba al autobús. Ni siquiera
intentaba buscar un asiento vacío, me arrinconaba donde menos pudiera molestar
y esperaba a que todo el mundo bajara del bus cuando llegaba al intercambiador
de Moncloa para que nadie me viera apearme. Pero el trayecto hasta la parada
era cada vez más insoportable: me pesaban las piernas, me temblaban y dolían
las articulaciones, un nudo asfixiaba mi garganta cuando buscaba el bonobús
entre los bolsillos porque estaba haciendo perder el tiempo tanto a las personas
que esperaban para subirse como al conductor. Cuando el bono se acababa no cogía
el bus por miedo a pagar en metálico y que las monedas se escurrieran entre mis
dedos. Así, dejé de encontrar sentido a salir de casa y exponerme a un mundo de
miradas inquisitivas, donde yo solo era un estorbo en la rutina de los demás.
