viernes, 30 de enero de 2015

LA CHISPA



Dos meses deseándote y solo dos semanas para aburrirme de ti. Querida costa croata, querida Dalmacia, has vendido tu belleza al extranjero, has perdido autenticidad por hacer negocio, has revitalizado tus raíces traicionando tus frutos. No es culpa tuya, has hecho lo que creías correcto, pero no eres para mí. Estoy cansada de tus aguas turquesas, tus acantilados ya no me impresionan, no tengo interés en zambullirme en tus calas. Las mandarinas se marchitan en las ramas, ¿por qué no me dejas disfrutar de tus olivas? Mi querido mar, no eres tú, soy yo. No puedo pretender ser un animal de agua salada, cuando soy un pez de agua dulce. No soy sirena, sino salmón.

Vista del Adriático

Al fin salimos de Castel Luksic, donde hemos vivido la última semana esperando a que se marchara el Bura. Continuamos la línea lógica que discurre por la costa del Adriático y llegamos hasta la ciudad de Split. ¿Por qué el palacio de Diocleciano nos deja indiferentes? ¿Será acaso que empezamos a estar cansados de viajar? 

Palacio de Diocleciano, Split.

Miramos el mapa, que coincide exactamente con lo que tenemos enfrente: la ciudad de Makarska (de cuya visita nos han dicho que se puede prescindir) y de nuevo una cadena montañosa que encaja la carretera entre mar y montaña. Los únicos espacios llanos donde poder poner la tienda ya han sido ocupados por complejos turísticos. El Bura continúa soplando furioso a lo largo de la línea de costa. Entonces llegamos a Omis, punto final del cañón del río Cetina y no nos lo pensamos dos veces. Casi sin consultarlo el uno con el otro, apuntamos el manillar de la bici hacia el interior continental sin mirar atrás. Hacemos caso omiso de los hombres del pueblo, que nos gritan que por ahí no se va a Dubrovnik. “Sólo un poquito”, nos decimos. “Le echamos un vistazo al cañón, buscamos un sitio bonito para acampar, y si nos gusta, igual nos replanteamos la ruta”.

Buen tiempo. Biokovo, Croacia.

Por supuesto que nos gusta. La carretera sube y baja por el cañón, haciéndonos sudar de una manera que ya no recordábamos. Lo que iba a ser una pequeña incursión para buscar una buena localización para pasar la noche se convierte en una excursión a Mostar, rodando a las espaldas del parque nacional del Biokovo, la segunda cadena montañosa más alta de Croacia. Es una ruta exigente por los fuertes desniveles que hay que salvar, pero también por el frío que padecemos. Toda la región se halla cubierta por la espesa capa de nieve que dejó el temporal de la semana pasada, y los cielos despejados auguran un desplome en los termómetros. Acampamos cerca de la frontera entre Croacia y Bosnia, rodeados de nieve. Aunque no hemos visto ninguna fuente pública que funcionara, ni siquiera en los socorridos cementerios, podemos derretir nieve para cocinar. Pero pagamos bien la novatada: como llevábamos vacíos los bidones, pensamos que sería una buena ocasión para rellenarlos todos. Una hora nos llevó todo el proceso, ¿y para qué? Para que al día siguiente tuviéramos los bidones llenos de hielo, con lo que estuvimos paseando varios kilos de piedras transparentes durante varias horas. Aunque hubiéramos metido las botellas dentro de la tienda, no habría sido muy distinto. El vaho también se congela a cinco grados bajo cero, formando una leve capa de escarcha en las paredes de la tienda. Lo peor ha sido que el hielo ha penetrado en las costuras, provocando varias vías de entrada para el agua de lluvia. Para desayunar tenemos gachas nevadas y granizado de naranja. 

Derritiendo nieve para tener hielo en los bidones.


En realidad, visitar Mostar es solo una excusa para volver al interior. Sin duda, el puente de Mostar se merece una foto, pero la vista de la ciudad desde las montañas es sobrecogedora. Paseando por sus calles, vacías de turistas por obra y gracia del invierno, comenzamos a sentir que nuestro viaje está adentrándose en nuevos territorios. Llegamos justo a tiempo para la llamada a rezar del muecín, con lo que nos envuelve una atmósfera diferente de la Europa que ya tenemos bien conocida. Junto al puente, construido por los Otomanos hace cinco siglos, destruido durante la guerra y vuelto a levantar hace una década, una piedra reza “don’t forget”. ¡Son tantas las cosas que no hay que olvidar que se hace complicado saber a qué se refiere la escritura! ¡Pero qué difícil mantener la memoria sin perpetuar el odio!

Mostar, Bosnia.


Cuando salimos de Mostar seguimos el cañón del Neretva, surcado a partes iguales por el agua y un infinito torrente de basura. La ciudad extiende sus tentáculos a lo largo de kilómetros y kilómetros. Hay que elegir con cuidado el lugar para poner la tienda, se estima que aún quedan unas 120.000 minas antipersona enterradas. No siempre se advierte de la presencia de minas con carteles, como vimos en Croacia, y las inundaciones de este verano han removido muchas de ellas de su antigua localización. Davor nos explicaba el protocolo que siguen sus compañeros para desactivarlas, cómo peinan con un cuchillo el terreno dividido en pequeñas porciones, en lentos movimientos repetidos con precisión a lo largo de tres horas diarias. El estrés sufrido es tal que no se permite una exposición mayor a las minas, ni es posible invertir más de tres días semanales en esta tarea. A pesar de las precauciones, cada año mueren al menos dos soldados desactivando minas, y se calcula que aún quedan unos cincuenta años para limpiar la tierra de minas. De modo que decidimos ir al cementerio por voluntad propia en lugar de por azares del destino, y pasamos la noche en un camposanto en la localidad de Buna. Ya dijimos en una ocasión que los cementerios son lugares de reposo bien valorados por los viajeros: casi siempre hay agua, césped, un buen lugar para poner la tienda, es tranquilo y no suele haber gente por la noche. El cementerio de Buna no reúne ninguna de estas condiciones: la fuente se ha congelado, así que no hay agua corriente; en lugar de césped el suelo está cubierto por piedras y grava; no existe ninguna posición desde la que la tienda quede escondida de la carretera; ni mucho menos es tranquilo y la vida nocturna es bien agitada. Por lo menos es un suelo seguro donde pisar.

Esperamos al anochecer para poner la tienda, pero esa noche dormimos muy poco. A medianoche un coche aparca justo en la puerta trasera, muy cerca de donde estamos nosotros. La actitud del conductor se nos hace muy extraña: al principio pensamos que puede ser una pareja en busca de intimidad, con el motor encendido para mantener la calefacción. Pero al cabo de un rato largo el hombre apaga el motor y sale del vehículo. Creemos que no nos ha visto, pero no tenemos la certeza. Tampoco sabemos qué está haciendo ahí fuera, en plena noche. Nadie emplea tanto tiempo para fumarse un cigarro. No conocemos (y preferimos no imaginar) sus intenciones, ha llegado con las luces apagadas y ahora espera a la intemperie. Pasan treinta minutos, una hora, dos horas, y al fin vuelve al coche. Entra y sale varias veces, y al fin, alrededor de las tres de la madrugada, se marcha de nuevo con las luces apagadas. Cerramos los ojos pero no por mucho tiempo, porque poco después serán unos perros quienes nos quiten el sueño. Ahora es una pareja de chuchos quienes están detrás de la puerta trasera. Nos han descubierto y nos ladran con todas sus ganas. Y no parece que se vayan a ir. Queda poco para que empiece a amanecer, así que decidimos recoger todas cosas lo más rápido que podemos y marcharnos de este lugar de descanso eterno.

Dubrovnik.

Ponemos fin a nuestra pequeña incursión por el interior para dirigirnos hacia Dubrovnik, donde de nuevo tenemos la suerte de que el frío ha ahuyentado a los turistas. Disfrutamos de la parte más frívola de la ciudad, aquella plagada de bares, restaurantes y tiendas de recuerdos, pero también nos dejamos caer por el salón que conmemora la memoria de los que murieron defendiendo la ciudad durante el asedio sufrido entre 1991 y 1992. En el libro de visitas un mejicano ha dejado escrito las siguientes líneas: 

“¡De qué sirve tanta historia, de qué sirve tanta sangre derramada, de qué sirve tanto muerto! ¡De qué sirve todo esto si Europa en vez de ser noble se ha vuelto un cuadro de vanidad, engreimiento y grosería!
¡Qué desencanto estar en Europa y ya no encontrarcorazón ni hospitalidad! ¡Lástima! ¡Tanta historia en vano!”

Dubrovnik. Gabi, no te escondas.


Por increíble que parezca, hasta las guerras tienen cosas buenas, o al menos fue así para la familia Simic. Svoncica (que significa Campanilla en español) e Ivan eran dos adolescentes cuando se conocieron en Alemania, gracias a un programa que se llevó lejos del escenario bélico a los niños de la guerra. Mantuvieron el contacto durante años, hasta que un día volvieron a unir sus vidas, esta vez para formar una familia. Ellos nos acogerán unos cuantos días, durante los cuales podremos reparar la tienda, coser desperfectos, recuperar un poco de vida social y contemplar a cubierto otra terrible arremetida del Bura, convertida en tormenta eléctrica y granizo. Son días felices en Mlini, uno de los pueblos más bonitos del sur de Croacia, en los que podemos celebrar mi cumpleaños (entramos ya en la treintena) y recuperar un poco de nuestra olvidada vida social a través de internet. 

Los Simic, en Dubrovnik.

Pero el viaje tiene que continuar y ya hemos decidido que vamos a decir adiós a la costa por lo menos hasta que lleguemos a Grecia. Nuestra despedida del mar es por todo lo alto, y nunca mejor dicho. Dejamos atrás Croacia y nos dirigimos a la bahía de Kotor, en Montenegro, el fiordo más meridional de Europa. De nuevo, tenemos problemas para encontrar lugar para acampar en una línea costera superpoblada, por lo que nos vemos obligados a seguir avanzando a pesar del cansancio y de que el sol empieza a caerse por detrás del horizonte. Así llegamos a Zelenika, después de dejar atrás la ciudad de HerzegNovi, donde decidimos cambiar de táctica a la hora de buscar un sitio donde pasar la noche. Nos metemos por una callejuela del pueblo e intentamos llegar hasta las afueras, donde seguramente haya campos de cultivo o, con suerte, la montaña todavía tenga una pendiente suave. Y, efectivamente, llegamos al final del pueblo, pero todos los terrenos más o menos llanos están vallados. Intentamos comunicarnos con un granjero, que al final recurre a su hija, trabajadora en un hotel. Así conocemos a Adriana, que nos prepara el mejor café turco que hemos probado hasta el momento, y que nos ofrece quedarnos en una pequeña habitación que tienen sobre el pajar, donde dormimos calientes y secos. 

El fuego del "hogar". Zelenika, Montenegro.

 
Boka Kotorska.
Al día siguiente encaramos la etapa ciclista más exigente de este viaje, donde trepamos con las bicicletas por la pared del fiordo, desde la ciudad de Kotor, a nivel del mar, hasta los 1.200 metros de altitud. Decidimos tomarlo con calma, por lo que el segundo día dormimos cerca de Cetinje, en un pequeño campo junto a las ruinas de una casa de piedra. El frío es intenso, dentro de la tienda llegamos a los siete bajo cero, y a Gabi se le ocurre perder los guantes justo la mañana en que más falta le hace. Los perros pastores nos persiguen, la cuesta arriba continúa, pero volvemos a ser inmensamente felices. Nos deleitamos con los paisajes del invierno, esas fotografías en sepia que comentaba un famoso aventurero gaditano, la nieve alrededor y el monte Lovcen al fondo. Descendemos hacia Podgorica, capital de Montenegro, sabiendo que nuestro problema no era que nos hubiéramos cansado de viajar… simplemente nos hemos vuelto exigentes, ¡o quizá justamente lo contrario! Ya no vamos en busca de lo superlativo: lo más bonito, lo más viejo, lo más grande. Solo ansiamos lo que sea diferente. La sorpresa, la chispa de la vida que salta a tu encuentro.

Nieguši, Montenegro.
   
Fresco atardecer.  

 
Vista de Cetinje, antigua capital.

4 comentarios:

  1. Precioso, me encuentro enganchado a vuestro blog.
    Seguir asi amigos
    Un abrazo

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  2. Que buen relato!! Seba y yo llegamos a la misma conclusión, después de varios meses de viajar uno ya no se sorprende con las mismas cosas.... mucha suerte!! sigan sorprendiéndose!
    saludos desde la calurosa Buenos Aires :)

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    1. Gracias amigos! A veces ocurre... lo bueno es que siempre hay algo detrás de la curva, y aunque no haya nada, la expectativa de lo desconocido ya merece la pena!

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