domingo, 22 de febrero de 2015

AVASH AVASH



Nos da mucha pena nuestro ladrón. Solemos dejar las bicis aparcadas en la plaza principal, rodeadas de gente. Pero a las nueve de una mañana heladora, nadie camina por las calles de Cetinje. Nadie excepto el personaje avispado que abre la bolsa del manillar de una bicicleta cargada de bultos, seguramente con la esperanza de encontrar un buen botín. Tiene apenas unos segundos para efectuar la maniobra antes de que alguien le vea, pero la faena tiene buena pinta: agarra un par de fundas de gafas y debajo de ellas encuentra una petaca con rakja. Piensa que hoy es su día de suerte, va a sacar un buen dinero vendiendo las gafas y lo celebrará con un trago. Lo que aún no sabe el pobre ladrón es que una de las fundas está vacía porque Gabi prefiere meterse las gafas en el bolsillo como paso previo a perderlas o espachurrarlas; tampoco se imagina que dentro de la otra funda guardamos parches y pegamento para los pinchazos; y tampoco tiene por qué imaginarse que la petaca es un regalo del que ya hemos dado buena cuenta. Cuando volvemos de la visita al monasterio ortodoxo y evaluamos las pérdidas, solo lamentamos la pérdida del regalo (aún tardaremos dos semanas en percatarnos de que nos faltan las fundas). Dicen los bereberes que si alguien toma lo que no es suyo no hay que achacar la culpa al ladrón, sino al antiguo propietario, por no haber sido más responsable con sus posesiones.

Disfrutando el paisaje invernal.



Ha empezado a llover, y no va a parar durante la siguiente quincena. Marko nos cobija en Podgorica, con lo que nos ahorramos un par de días de fuerte lluvia, pero nadie nos salvará de las tormentas de granizo que nos acompañan mientras recorremos las colinas que bordean la orilla sur del lago Skadarsko. Una día tenemos la suerte de encontrar un pequeño refugio de pastores, dentro del cual tenemos que jugar al tetris para encajar en el interior todas las alforjas, las bicicletas, la tienda (que de hecho es más grande que el refugio) y aun dejar un espacio para cocinar y poder movernos. 

Esas nubes se deshicieron sobre nuestras cabezas.

El camino es más duro de lo que habíamos pensado, pero Erin nos espera en Vau Dejes (cerca de Shkoder, Albania) en dos días, así que salimos del refugio mentalizados para hacer más de 90 kilómetros bajo la tormenta.
Por la orilla sur del lago Skadarsko.

Cruzamos la frontera entre Montenegro y Albania y al mismo tiempo cambiamos de continente, de siglo, de cultura y de mentalidad. Aunque hoy es domingo, todo está abierto: un albanés no puede permitirse el lujo de cerrar su pequeño negocio un día a la semana. No tenemos moneda local y no encontramos un cajero en todo el día. Descubrimos que en Albania no existen supermercados, y que quien tiene una idea, tiene un negocio. Este país es un ejemplo de que ilegalidad no significa delincuencia, e incluso puede prevenirla. Mucho nos tememos que cuando Albania finalmente se adhiera a la Unión Europea, toda esa retahíla de leyes que quizá tenga sentido en la Europa más protestante y racional, obliguen a cerrar los negocios locales. Que donde hoy hay un negocio alegal, mañana alguien esté pidiendo dinero; que donde hoy haya pobreza, mañana haya miseria. 

Así ondulan los últimos montes de Crna Gora.
 Adelantamos a varios burros del mismo modo que numerosos Mercedes nos adelantan a nosotros: el respeto es mutuo, la carretera es de todos, los conductores están más que acostumbrados a encontrarse cualquier cosa compartiendo la vía con ellos. De repente, sentimos millones de ojos sobre nosotros, y miles de gargantas nos animan, nos preguntan de dónde venimos, a dónde vamos, quiénes somos y qué estamos haciendo, en inglés, albanés, italiano, griego y hasta en chino mandarín si es necesario. Tenemos la sensación de que las casas están vacías y que, a pesar del mal tiempo, todo el mundo está en la calle. Los niños que pasean por el arcén nos chocan la mano, se ríen, nos acompañan con sus bicicletas. El hombre que comparte la parte trasera de una furgoneta con una vaca nos saluda mientras se agarra al rabo del animal para no caerse en la curva. Las mujeres de la moto-taxi nos pitan y continúan gritándonos palabras inteligibles mientras se alejan. El caballero que está bajando la cuesta con el motor del Mercedes apagado para ahorrar gasolina tiene tiempo de saludarnos y desearnos un bonito día. Es tan divertido como agobiante. 
Aquí saludan todos.




Llegamos a Vau Dejes poco antes del anochecer, con relámpagos definiendo el horizonte sobre la presa que construyeron los chinos durante el tiempo en que Albania se definió como maoísta. Erin nos ha dicho que reconoceríamos su casa por ser la única con una bandera americana, pero recorremos todas las (cuatro) calles del pueblo sin encontrarla. Paramos en una gasolinera, en la que también ondea una bandera yanqui, y un hombre nos grita desde la ventanilla de su Mercedes si necesitamos ayuda. Quiere invitarnos a un café pero tenemos que declinar la invitación porque está oscureciendo y si no encontramos la casa, podemos tener un problema. Nos cuenta que acaba de volver de Inglaterra después de cinco años viviendo en Londres y se ofrece para llamar por teléfono a Erin, ahorrándonos un dineral. Como viajamos sin conexión a internet ha sido imposible recibir el mensaje de Erin en el que nos advierte de que no llegará a Vau Dejes hasta la tarde del día siguiente. El hombre del Mercedes nos dice que conoce un hotel barato e intenta hacer una especie de trato con nosotros. Intentamos explicarle que viajamos con un presupuesto mínimo y que evitamos pagar por un alojamiento a menos que sea estrictamente necesario. Nos obliga a ensañarle los billetes que llevemos encima y se compromete a pagar él mismo lo que nos falte. Medio convencidos, más por la oscuridad que por la oferta, nos dice que le sigamos pero nos equivocamos de Mercedes y acabamos en un aparcamiento con otra serie de albaneses entusiasmados con la idea de ayudarnos. Salimos como podemos de allí, los rayos estallan sobre nuestras cabezas y no tenemos otra opción que acampar debajo del puente que está a la salida del pueblo, a dos metros del cadáver de un perro y bajo una furiosa tormenta de granizo. Después de escuchar las noticias de las terribles inundaciones que están asolando el sur de Albania, esta será la última vez que acampemos junto a un río. 
Por aquí hay más gallos que albaneses.

Al día siguiente todavía tenemos que hacer tiempo hasta que llegue Erin, así que decidimos continuar mojándonos e ir a visitar la ciudad de Shkoder, un trayecto que se resume en carreteras semihundidas por un corrimiento de tierras, dos horas en un bar esperando a que pase lo peor, llegar a la ciudad, comer un burek de queso y volver a Vau Dejes absolutamente empapados. Tardamos un par de horas en volver a recorrer el pueblo, dejamos atrás la gasolinera, donde las gallinas están picoteando las ruedas de una limusina. Regresamos a la calle principal y una cabra se está comiendo el seto de la peluquería. Desde un coche nos gritan si necesitamos algo, les contamos que estamos buscando a una americana, y nos llevan hasta su casa. Esta vez sí, Erin abre la puerta a la pareja de cicloturistas más sucios y mojados que alojará jamás. De nuevo nos quitamos otros tantos días de lluvia, que aprovechamos para replantear la ruta, evitando en la medida de lo posible tanto las inundaciones como el frío extremo y las llanuras de rivera superpobladas. Un estudiante de la ciudad de Elbasan, al sur de Tirana, nos ha invitado a pasar una noche con su familia, así que decidimos tomar el camino más directo y menos peligroso. El primer día es imposible encontrar un terreno libre, llano y sin mil ojos alrededor, así que elegimos el lugar menos malo para tratar de acampar. Mientras nos comemos una mandarina aparece el dueño del terreno en el que pretendíamos pasar la noche y nos dice, con su mejor italiano, que vendrá dentro de un par de horas para abrirnos la puerta de su almacén. Podemos dormir dentro y tener las bicis a resguardo, y a la mañana siguiente vendrá a liberarnos del encierro. Aunque agradecidos, la idea de pasar la noche encerrados no me entusiasma demasiado. Cae la noche y el hombre se retrasa, pero desde hace media hora tenemos un par de niños junto a nosotros, preocupados por dónde vamos a pasar la noche. No nos entienden cuando tratamos de explicarles que el dueño va a abrirnos el almacén, y acaban yendo a sus casas para preguntar a la familia si acogerían a dos extranjeros necesitados de cobijo. A los pocos minutos, Alger nos guía en la oscuridad hacia su casa, protegiéndonos de los perros callejeros armado con piedras y palo. Las calles y carreteras de Albania están plagadas de vida, tanto humana como animal, pero los innumerables perros callejeros nunca han supuesto un problema para nosotros. Más peligrosos son los perros guardianes, igual de ruidosos que los perros pastores, pero cuando guardan una casa el dueño no suele estar en las inmediaciones para frenarlo. De cualquier modo, los perros conocen el significado del gesto de coger una piedra del suelo o alzar un palo, y no es necesario llegar hasta el final con ellos.   
Alger, en el medio.



Así acabamos en una de las casas más pobres de Albania. Han llamado a la familia para que venga a conocernos y de repente nos encontramos sentados en torno al fuego rodeados por veinte personas. La mayoría no habla inglés, aunque los niños lo aprenden en la escuela, según nos cuenta Leda. Ella es una moderna mujer albanesa atrapada en un entorno demasiado tradicional. Tiene ya 19 años pero aún no está casada ni tiene intención de hacerlo pronto. Su sueño es estudiar lenguas extranjeras, ir a la universidad, viajar y construir su propio futuro. Sin embargo, su familia es muy pobre, no puede pagarse los estudios y de momento trabaja en una fábrica de zapatos, esperando, ansiando, una oportunidad que le cambie la vida. 

-                             -    Cuando vuelvas a España, ¿vas a olvidarnos?

Mi querida Leda, no podría. Ni a ti ni a los tuyos, aunque mejor debería decir a las tuyas. En la sociedad tradicional albanesa el hombre y la mujer habitan en diferentes esferas y espacios. Ellas comen en otra habitación y a otra hora que los hombres de la casa. Marjeta, por ejemplo, se ocupa de todas las tareas domésticas desde que tiene trece años, mientras sus padres están fuera. Ellas nos tratan como a un miembro más de la familia. Tengo el honor de cenar con los hombres de la casa, pero solo Gabi puede degustar el rakj casero. Cuando Leda se marcha solo nos queda la opción de comunicarnos en shqip, es decir, en albanés, pero superamos la barrera idiomática gracias a un diccionario de imágenes que compramos en España y que ya pensábamos que no íbamos a usar nunca. Al día siguiente usaremos la misma herramienta para una improvisada clase de inglés con los chicos de la casa. La hermana mayor nos cuenta que son demasiado pobres como para ir a la escuela. 
El placer de acampar en un barrizal.

Continuamos por las tierras llanas del norte de Albania, donde parece imposible encontrar un lugar para acampar. Las lluvias persistentes han dejado la tierra anegada y acabamos arrastrando las bicis por un barrizal. Esfuerzo inútil. Esta vez ni siquiera nos da tiempo de terminar la mandarina cuando una mujer de mediana edad ya está bajando por la colina, con barro hasta las rodillas. Gracias al lenguaje corporal y al albanés nivel superviviente que hemos adquirido en las últimas horas conseguimos entenderle que le duele el corazón de pensar que vamos a dormir en aquel lugar, con el río amenazando con desbordarse. Cabe aclarar que hay regiones del mundo, no tienen por qué ser remotas, que el lenguaje de signos aparentemente universal no funciona. En estas tierras tienen la costumbre de mover la cabeza de lado a lado para afirmar, y subir y bajar el mentón para negar, lo que muchas veces dificulta la comunicación. Detrás de la mujer aparece, como salido de la nada, otro hombre. Al principio pensamos que es su marido, pero resulta ser simplemente alguien que pasaba por allí, y que la mujer ha convencido para que nos dé cobijo. Así conocemos a Mark y Drane, nuestra familia albanesa del día. De nuevo la comunicación es un reto, pero esta gente pone las cosas muy fáciles. Disfrutan ayudando, ofreciéndonos sus mermeladas caseras, queso de sus propias cabras y huevos de sus gallinas, recién cogidos. Mark nos cuenta que de sus cinco hijos, solo una vive en Albania. Los que tienen suerte consiguen encontrar una oportunidad en Italia o en Inglaterra, aunque en muchos casos eso signifique no volver a Albania y perder el contacto físico con sus familias durante años. A pesar de esta situación, el carácter de los albaneses es alegre, abierto y generoso como en la Europa “más desarrollada” no podemos llegar a imaginar. 
Oscuros nubarrones se ciernen sobre la autopista... por donde deambulamos ciclistas y peatones.
 
La capital de Albania no es una capital europea más. Entramos por una calle supuestamente de cinco carriles que en realidad son siete, flanqueados por Mercedes y burros. Las pequeñas tiendas y negocios de todo tipo se apiñan en bazares infinitos, hay gente y perros a partes iguales por todas las calles, y todo parece funcionar perfectamente en un sistema en el que no hay más ley que el respeto. Con todo, no estamos demasiado interesados en la vida urbana y cruzamos la ciudad lo más rápido que podemos.
Dormir sobre ríos de fango.

No pretendemos ser desagradecidos, pero a veces tampoco sienta mal un poco de privacidad, aunque las nubes sean tan pesadas que casi rozan la carretera. En nuestro camino encontramos un tramo de autopista en obras, con tierra bien pisada, que imaginamos perfecta para poner nuestra tienda de campaña. Elegimos el lugar más llano y escondido posible, y según terminamos de poner la última piqueta, las nubes se liberan de su carga. Gabi trata, en vano, de desviar los cursos de agua alrededor de la tienda para evitar la inundación, pero en cuestión de minutos nos vemos envueltos en puro fango. Dos perros callejeros pasean junto a la tienda en mitad del temporal y un coche no deja de recorrer la vía en obras durante la noche. Esta vez sí conseguimos acampar, aunque en el fondo no nos hubiera importado haber sido adoptados otra vez por una familia albanesa. 
La nieblra que precede el ataque zombie.
Desoímos los consejos de la gente que, bienintencionadamente, nos aconsejan coger el túnel de la autopista que une Tirana con Elbasan, y que discurre por el interior de la montaña durante kilómetros. ¿Quién querría tomar un atajo pudiendo disfrutar de la enésima tormenta de granizo y del placer de bajar un puerto de montaña con una niebla que parece algodón de azúcar? Como en una película de zombies, las sombras de distintos elementos aparecen y desaparecen entorno a nosotros en un radio de cuatro metros: un rebaño de cabras, manadas de caminantes que no sabemos a dónde van ni de dónde vienen, más perros callejeros y aullidos de lobo como telón de fondo. Bajamos al valle sanos y salvos, saltando de bache en bache hasta el centro de Elbasan. Esta Albania nos sabe distinta. A medida que pedaleamos hacia el sur la frecuencia de saludos se reduce, la sensación de pobreza se atenúa y los coches conducen más rápido (probablemente porque la carretera lo permite). Habíamos escuchado que si Tirana estuviera situada apenas unos kilómetros más hacia el norte, probablemente el país ya se habría dividido en dos debido a las diferencias entre las dos regiones. Por suerte, los pastores son igual de bondadosos en todos los rincones albaneses. 
Con Indrit, en Elbasan. Nótese la mugre que empieza a hacer costra en el equipaje.


En Elbasan tenemos que tomar una decisión importante, es la primera vez que estamos expuestos a un peligro real. Las predicciones anuncian una mejoría en el tiempo, pero las lluvias y el deshielo han inundado la región por la que teníamos previsto pasar. Las noticias ya hablan de personas fallecidas y algunas carreteras están cortadas. En Albania no hay muchas carreteras, y entre las que hay, el porcentaje de vías pavimentadas no es demasiado alto, por lo que tampoco tenemos muchas opciones. Estamos en febrero, en pleno invierno, y las temperaturas en el interior se desploman con el cese de la lluvia, de modo que no podemos arriesgarnos a tomar una secundaria sin saber si estará practicable. Nos decantamos por la montaña, aunque eso signifique volver a dormir durante una semana bajo cero, siguiendo una carretera nacional hasta el lago Ohrid, y desde ahí, hasta la frontera con Grecia en paralelo a los montes Gramos. 
Nos esperan días heladores.

Cumplimos los nueve meses de viaje y para celebrarlo todo empieza a colapsar. Las patas de cabra ya no nos soportan, así que sujetamos las bicis con palos de bambú. Un día uno de los palos resbala y con el golpe se parte un cuerno de la bici, que reparamos como solución “momentánea” con cinta aislante. El pegamento que compramos en Croacia para sellar las costuras se cuartea y volvemos a tener goteras. Nos estamos quedando sin pastillas de frenos y por aquí es imposible encontrar recambios. La varilla de la tienda que en su día arreglamos lijando termina de partirse, y hacemos una reparación de urgencia con un tubo de aluminio y más cinta aislante. Se rompe uno de los portabidones, nada que un poco más de cinta no pueda solucionar. Otro día lo comenzamos con un eslabón de la cadena graciosamente encajado en el desviador trasero, Gabi intenta enderezarlo con unos alicates, pero esta vez la chapuza no funciona. Por suerte llevamos otro juego de cadenas para rotarlas cada mil kilómetros y alargar la vida útil tanto de la cadena como del juego de platos y cambios. Las noches son increíblemente frías y la escarcha nos congela nuestros sacos primaverales. Existe un truco bien conocido en el mundo de la acampada invernal que consiste en calentar agua, meterla en un bidón o botella metálico envuelto en un calcetín y ponerlo a los pies de los sacos. Nos encantaría ponerlo en práctica, pero los bidones que no pierden agua por algún lado están rajados por otro. ¿Contemplar el cielo estrellado más bello de Europa puede compensar de alguna manera?
 
Al menos hace sol.

Caminos de cabras.

Empezamos a ver nieve y hielo a ambos lados de la carretera, aumentando el grosor de la capa a medida que ascendemos. La meseta albanesa, que ronda los mil metros de altitud, deja algunos momentos de tregua que aprovechamos para acampar. Tomamos un camino de cabras y decidimos ubicar nuestro palacio junto a un lago, con vistas a las montañas nevadas. Todos los pastores de la zona se acercan a preguntar qué demonios hacemos allí con el frío que hace, y uno de ellos se queda especialmente preocupado. Creemos entenderle que hay un lugar mejor para poner la tienda un poco más abajo, que el viento de montaña sopla muy fuerte por la noche, pero decidimos quedarnos donde estamos después de ver que el suelo estaba bastante encharcado. Menos mal que hicimos las fotos al atardecer, porque no llegamos a ver salir el sol en el mismo lugar. Cuando llevábamos una hora durmiendo nos despierta un hombre gritando:

-¡Mister! ¡Monsieur! ¡Mister!
 
Menos mal que no esperamos a la mañana para hacer la foto.

Resulta que el pastor ha ido a buscar a su primo, que ha pasado toda su vida en Bélgica y habla idiomas, para que haga de intérprete. Por él sabemos que es peligroso acampar en esas laderas porque es territorio de lobos, que justo ayer atacaron a una de las ovejas del pastor. Nos explica en perfecto francés que lo que su primo en realidad quería decirnos era que fuéramos a dormir a su casa, pero no lo habíamos entendido, así que ahora renueva el ofrecimiento. Casi sin dudar recogemos la tienda y todos los bártulos lo más rápido posible en medio de la noche y regresamos por el mismo camino de cabras que habíamos tomado apenas unas horas antes. Drilon nos ayuda a comprender (y amar) un poco más Albania, y su tía se ocupa de que nunca más vuelva a tener los pies fríos regalándome cinco pares de calcetines tejidos a mano.
Encantados con la familia de Drilon.

Dejamos atrás la ciudad de Korcë, capital de la región, para adentrarnos en una zona casi deshabitada de Albania. En cien kilómetros atravesamos cinco pueblos, y solo en el último podemos gastar los últimos leks que nos quedan. Abandonamos la meseta y volvemos a las montañas más altas, un poco más relajados en la cara sur donde apenas hay hielo en las horas centrales del día. Las guías turísticas remarcan el hecho de que Albania esté plagado de búnkeres, pero lo que más nos impacta a nosotros es la existencia de cientos de miles de “centros de lavado” para coches, que consisten en una superficie de cemento y una simple manguera conectada a un grifo. A los albaneses les encantan los Mercedes, pero si solo si están limpios, y con estas carreteras mantenerlos en buen estado es un trabajo a jornada completa. El problema con los centros de lavado es que para evitar que el caño se congele dejan correr el agua durante todo el día, con la boca de la manguera apuntando hacia la carretera. Hasta que una cicloturista torpe toma la decisión equivocada y sigue la rodada de la carretera, sin percatarse de la gruesa capa de hielo. La caída es brutal y me deja en el suelo aturdida durante unos instantes. Por suerte ha sido subiendo el puerto y no descendiendo, pero cuando vamos a la cafetería del local que dejó la manguera abierta y me quito el guante, la mano derecha ha doblado su tamaño y está completamente morada. Nos tememos lo peor, apenas puedo moverla y el dolor es tan intenso que me salta las lágrimas. Pensamos que hay algo roto, pero no podemos hacer nada. Por esta carretera no pasan taxis ni autobuses, solo nos hemos cruzado con un par de coches en todo el día, así que no podemos hacer autoestop como otras veces. Aunque llamemos al seguro no tenemos manera de ir al médico. Por un momento barajamos la posibilidad de que Gabi haga el trayecto llevando ambas bicicletas mientras yo camino, pero aún nos separan cien kilómetros de nuestro destino, cruce de fronteras incluido. 
Nieve y más nieve en la carretera.
 
Nuestro primer sueño en la nieve.




Descansamos una hora y la inflamación se reduce bastante, aunque el dolor persiste, pero a veces no existe una solución fácil y la única salida posible es apretar los dientes y continuar. Y justo eso es lo que hacemos. Conduzco la bici como buenamente puedo y cuando hay que arrastrarla por el fango o en las bajadas más empinadas, Gabi hace el trabajo sucio. En el último pueblo antes de cambiar de país preguntamos por el camino a Grecia y una mujer nos indica que tomemos la antigua carretera principal, que son 8 kilómetros ladera abajo en lugar de 16. Le preguntamos varias veces si está bien la carretera y nos contesta que sí, que es una hora hasta cruzar la frontera. Tomamos el camino empedrado hasta la salida del pueblo donde… todavía hay más piedras. Únicamente vemos pasar recuas de burros y jeeps con tracción a las cuatro ruedas y hasta que no empieza a anochecer no nos damos cuenta de lo que había detrás de las palabras de la mujer que nos dijo “la carretera es buena, son ocho kilómetros… una hora”. Quizá en burro. Solo en cruzar un charco de puro fango empleamos tres cuartos de hora y al final tenemos que acampar justo al borde de la supuesta carretera. Nos llevará media mañana arrastrar las bicis hasta alcanzar el puesto fronterizo.
La "carretera" en cuestión.

Por suerte, en la frontera puedo descansar casi otra hora más: hay un problema con los DNI. En nuestro querido documento de identidad español figuran dos números distintos, uno corresponde al número de identidad, y el otro es el número de soporte físico de la tarjeta, que es precisamente el que cada uno de los cinco policías que pasan por el puesto intenta ingresar en sus archivos, hasta que nos preguntan directamente. Solucionado el problema técnico, cruzamos el puente que nos separa de Grecia. Ya queda menos para poder descansar la maltrecha mano y aparcar la bici durante una buena temporada. Existe un dicho en albanés: avash-avash, que ilustra bien la actitud que los albaneses mantienen frente a la vida. Significa literalmente “despacio, despacio”, con un sentido similar al más famoso dicho suajili hakuna matata. Tómate las cosas con calma, y poquito a poco llegarás a tu destino. Es el mejor estado de ánimo para disfrutar al máximo de un viaje por Albania. 

Avash Avash

2 comentarios:

  1. Acojonante relato,
    Espero te recuperes pronto.
    Ahora a descansar y cojer fuerzas fisicas y mentales.
    Nadie dijo que seria facil, pero sois valeientes
    Saludos

    Alberto

    ResponderEliminar
  2. buenisimo!Ánimo con el frío que dentro de nada llega la primavera!!abrazos desde Zambia!

    ResponderEliminar