jueves, 23 de abril de 2015

¿EN QUÉ MUNDO VIVIMOS?




“Porque toda la ley en una palabra se cumple en el precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pero si os mordéis y os devoráis unos a otros, tened cuidado, no sea que os consumáis unos a otros”.
Gálatas, 5, 14-15.

Octubre del año 1809. Un joven aristócrata inglés trata de encontrar refugio en mitad de una terrible tormenta que se cierne sobre los montes Pindos, al noroeste de Grecia. Poco tiempo atrás, cuando todavía tenía dinero para pagarse los estudios en la universidad de Cambridge, jugueteaba con el mono que se había traído como compañero de habitación. Un día confesó al macaco que estaba planeando realizar un gran viaje por el Mediterráneo y este le miró con ojillos extraños. Él creyó entender en la mirada del animal que no iba a ser un viaje fácil, menos aún para un hombre cojo, pero le animaba la idea de que la desventura podía ser una fuente de inspiración para su poesía. Lord Byron deambuló por España, Portugal, Malta y Albania antes de perderse en las inmediaciones del monasterio de Zitsa. El poema que surgió de aquella tormenta descansa doscientos años más tarde sobre una placa de mármol. Dave nos ha traído hasta él en nuestro paseo con Tsarli, el perro de Anna y Kostas.

Engendro resultante de mezclar los únicos ingredientes de que dispones: cuscús, palomitas y pipas. Nuestra primera comida en Grecia... ¡Por suerte siguieron otras más deliciosas!


 Anna es la propietaria de la primera librería que se abre en Zitsa en los ocho siglos de historia del pueblo y Kostas, su marido, se encarga de hacer pura magia en la panadería. Son los protagonistas de una bonita historia de amor en la que una joven abogada americana vino a Europa de vacaciones con su hermana y ambas hicieron Couchsurfing en casa de Kostas. Su hermana continuó el viaje, pero a Anna le supo a poco una sola noche en Zitsa, así que repitió experiencia antes de volver a Estados Unidos. Durante los meses siguientes la amistad que había nacido entre ellos arraigó y se fue transformando en otra cosa distinta hasta que un día Anna hizo la maleta, cambió jurados por harinas y vino a ser feliz con la persona a quien amaba. No se olvidaron de compartir su amor con los demás y continuaron alojando a cientos de viajeros en su hogar. Uno de ellos fue Dave, un británico que se define a sí mismo como un cocinero vagabundo. Su plan inicial era caminar a lo largo de seis años hasta llegar a la India, en un largo peregrinaje hacia sí mismo. Por muy lejano que sea el destino, si no se complementa con un viaje interior solo sirve para rellenar un álbum de fotos curioso. Salió del norte de Italia y cruzó en ferry hasta Grecia, donde quedó cautivado por los paisajes y las gentes. Tanto que lleva ya más de un año caminando por tierras helenas. 

Dejamos a Tsarli en casa y vamos a la librería de Anna, que más bien consiste en un centro social dedicado a la lectura. Dave hace de anfitrión y nos prepara unas tazas de té, que colocamos junto a un ejemplar de Por quién doblan las campanas traducido al griego. En ese momento entra en la librería una joven griega y de manera espontánea Dave empieza a hablar en griego con ella. Las preguntas son las de siempre: ¿por qué lo haces? ¿Por qué caminas en vez de ir en bici? ¿Cómo te las apañas con el dinero? ¿Dónde duermes? ¿Qué llevas en la mochila? Dave comienza a responder una a una las cuestiones que tantas veces ha escuchado y al mismo tiempo que sacia la curiosidad de la mujer nos va contagiando las ganas de continuar nuestro periplo caminando. 

Cambio de equipaje.

Aunque resulte una obviedad, caminar es más lento que ir en bicicleta, lo que implica que no dejas en el camino ni una sola oportunidad de conversar con alguien que esté interesado en tu historia. La mayoría de la gente comprende la necesidad del caminante y siente unos deseos irrefrenables de ayudar. Dave nos comenta que al principio de su viaje comía con un presupuesto nada modesto, pero a medida que se adentraba en los caminos de Grecia, ese presupuesto acabó por reducirse a cero, ya que la mayor parte de los días la gente le invitaba a comer, le regalaba pan o piezas de fruta (a día de hoy se encuentra en Turquía, donde no solamente es invitado a comer cada día, sino que tras varias semanas aún no ha tenido ocasión de dormir en su tienda de campaña). Él disfruta entregando trabajo y, aunque no acepta dinero en metálico, en una ocasión una de sus familias adoptivas le regaló un par de botas para el duro invierno. A la hora de dormir, aunque acarrea una pequeña tienda de campaña, los monasterios y pequeñas iglesias ortodoxas de las montañas griegas suelen ofrecer un cobijo más cálido y seco que el bosque. Este cocinero de ideas locas vaga libremente por el mundo, en el sentido más amplio que pueda entenderse por libertad.

Si no cabe dentro, la mochila se hace desde fuera.

Pronto estaremos preparados para empezar una nueva etapa, mi mano se va recuperando después de la grave caída en Albania. Después de haber probado todos los remedios naturales y convencionales, encontramos una solución milagrosa haciendo una plasta de aceite de oliva, ajo, canela y pimienta cayena, que aplicamos regularmente cada vez que nos acordamos. En un par de semanas, gracias a la generosidad de Anna y Kostas, ya tenemos las bicis a resguardo y las mochilas preparadas. Llenamos el buche con el mejor trajanás de Grecia y, sin saber muy bien lo que estamos haciendo, nos ponemos en marcha más tarde que pronto. A veces pensamos que las costuras de las pequeñas mochilas van a reventar, pero se portan bien. Para la ocasión, Gabi estrena las sandalias que le ha regalado Dave, ya que él ha recibido otro par por correo, y que sustituyen a las recosidas y recauchutadas sandalias que compramos en Chamonix. Deberíamos dejar de comprar cosas.

¡Pobres ilusos! ¡No sabían lo que hacían!

El entusiasmo nos dura, aproximadamente, unos cuatro kilómetros. Justo hasta llegar al siguiente pueblo, Protopappas, donde hemos parado a comer unas galletas. Al quitarme las botas descubro las primeras ampollas y los hombros y la espalda comienzan a resentirse. Esto es cuestión de acostumbrarse, nos repetimos. A fin de cuentas, hemos visto a mucha gente pasando por lo mismo cuando hicimos el camino de Santiago en bici hace unos años. Continuamos caminando un buen rato más, chapurreamos nuestras cuatro palabras recién aprendidas en griego con los abuelos que encontramos por los caminos y cuando descubrimos un claro en un bosque cercano, caemos exhaustos. Hemos calculado hacer unos treinta kilómetros diarios, pero hoy es el primer día y no conviene forzar la máquina, así que pensamos hacer unos veinte. Sin embargo, echamos cuentas y estamos a tan solo siete kilómetros del punto de donde empezamos. El arrebato vírico de Dave nos llevó a plantearnos la idea de recorrer Grecia entera caminando, pero en un momento de sentido común hemos decidido probar una ruta menor, deambular hasta Meteora y volver de nuevo a Zitsa; lo que, según Dave, podría llevarnos un par de semanas. Antes queríamos visitar la garganta del río Vikos, la más profunda del mundo según el libro Guinness. Pero nada es tan sencillo como habíamos pensado. 

Durmiendo en la plaza del pueblo.

Probablemente, el mayor problema que tenemos se debe a que estamos en el Parque Natural de Zagoria, en el corazón del Épiro, en temporada baja. No recuerdo quién nos contó que en ciertos países de Asia el presupuesto del viajero se reduce drásticamente, no porque los productos sean baratos, sino porque no encuentra tiendas donde gastar el dinero. Algo así nos pasa a nosotros. Obviamente, en las mochilas no cabe tanta comida como en las alforjas de la bici, así que al salir de Zitsa las llenamos con nuestros dos alimentos básicos: arroz y repollo. Nuestra idea era vivir al día y comprar cuando fuéramos a cocinar para no acarrear peso innecesario. El primer día tenemos mucha suerte, ya que encontramos una panadería – oficina de correos – estanco abierto y cuando estamos a punto de marcharnos aparece un camión de venta ambulante de naranjas. Arrastramos los pies hacia él tan dignamente como nos es posible, enterneciendo el corazón de un hombre que también está comprando naranjas. Después de regalarnos una bolsa entera (todavía no sabíamos que serían nuestro único alimento los próximos días, haciendo ingeniosas combinaciones con el escaso arroz y el repollo que nos queda), nos invita a un café, unos huevos fritos y unos vasitos de ouzo.  


 
Kali orexi!! (¡Buen provecho!)

Con él inauguramos la temporada de las tertulias políticas en Grecia con la gente que encontramos en la calle, en la carretera o en el prado. Todos empiezan con la misma pregunta: “¿Alemanes?”, pero se relajan de inmediato cuando decimos que no, que españoles. Se ríen, brindan con nosotros y nos consideran sus iguales, un solo pueblo mediterráneo hermanado por unas costumbres similares, un ritmo peculiar para hacer las cosas y un corazón enorme. Cada cual tiene su propia teoría sobre la crisis. Sentados en un bordillo, después de saber de dónde venimos un hombre se acerca a nosotros para preguntarnos: 

-          ¿Merkel o Podemos?

En una taberna familiar, algo así como las sociedades gastronómicas vascas, cinco hombres se emborrachan mientras esperan, como nosotros, a que el temporal escampe. Nos han invitado a pasar dentro y a calentarnos a base de chupitos de tsipouro. Uno de ellos nos pregunta por “O Rajoy”. Después chorrea por su boca una sarta de murmuraciones que no alcanzamos a comprender, así que nos explica, simplificando: 

-          Ο Ραχoι, στην Ελλάδα… 

Lo que significa que “Rajoy, en Grecia” y a continuación coge un cuchillo y se lo pasa por el cuello. En ese momento nos alegramos de que los griegos sepan distinguir entre el gobierno de un país y la gente que lo habita. 
Primavera... a veces.

En el mundo rural encontramos el mismo drama que en España: pueblos envejecidos, extensión del monocultivo, el emporio del petróleo. Pero es en las ciudades donde se aprecia con más dureza el impacto de la situación económica: sociedad, basura, miseria, gente durmiendo en tiendas de campaña dentro de uno de tantos concesionarios cerrados… si alguien quiere venir a ver ruinas, la inmensa mayoría no se remontan a la Grecia clásica. Muchos jóvenes, la mayoría desesperanzados con este gobierno casi del mismo modo que con el anterior, deciden huir de la ciudad y buscar la única salida posible a esta crisis mundial: volver al campo, cultivar hacia la autosuficiencia, cambiar la abundancia por la calidad, renunciar a la comodidad por una humilde honestidad; en definitiva, vivir en un mundo cooperativo en lugar de uno competitivo. Konstantina abandonó cuanto tenía en Atenas para regresar a su pueblo después de que su padre le dejara una vieja casa en herencia. La reformó, devolvió la vida al pequeño huerto familiar y hoy vive junto con su pareja de la artesanía, diseñando y confeccionando bisutería de macramé. Son escépticos en cuanto al futuro de los países mediterráneos:

-  Vuestro Tsipras – dice refiriéndose a Pablo Iglesias -, ¿es un bastardo del tipo de Tsipras o del estilo de Samarás?

      Les preguntamos si no están contentos con los resultados de las recientes elecciones, pero nos dicen que la única solución es la revolución. Pero no un movimiento incendiario y destructivo como el que hizo templar el ágora de Atenas, sino una auténtica revolución en el pensamiento, una vuelta a la senda natural y a la ecología, el freno al capitalismo consumista que destruye la idiosincrasia de todo cuanto toca, que pudre nuestras aguas, que aniquila nuestros suelos, que devora nuestros bosques y que arroja al ser humano al abismo del individualismo y la soledad absoluta, cuya máxima expresión es buscar en la compañía de una mascota el amor que extraña de los miembros de su propia especie.

 
Alguien dijo por ahí que Grecia era un secarral...
Continuamos arrastrando los pies por carreteras secundarias hasta llegar al centro de información del Parque Nacional. Allí descansamos durante las dos horas que nos dedica el encargado de atender a los escasos turistas que pasan por allí en invierno. Nos enseña álbumes de fotos, nos habla de la fauna de los montes Pindo, de los puentes medievales de su pueblo, del cañón del río Vikos, dónde dormir, otra vez el puente de su pueblo… Todo más que correcto, salvo que al hombre no se le ocurrió comprobar el parte del tiempo antes de recomendarnos la ruta del cañón (que en todas las guías aparece como difícil y nada aconsejable por lo menos hasta mayo). El cielo se encapota y las nubes descienden. Pero nosotros ascendemos, necesitamos seguir caminando hasta que encontremos algún lugar donde al menos encontrar un chusco de pan. Todas las tiendas están cerradas, los hoteles y restaurantes clausurados hasta que llegue el buen tiempo y los pueblos parecen abandonados. Hace frío, pero pocas chimeneas están en uso. Llegamos a Vitsa, penúltimo pueblo del valle antes de llegar al cañón. Creemos que puede haber una tienda en Monodendri, a pocos kilómetros, pero no tenemos más fuerzas, llueve y hace frío. Montamos la tienda de campaña en el centro del pueblo, junto a la iglesia, pero nadie puede sorprenderse porque por allí no pasa nadie que nos vea. Cenamos una frugal ensalada de repollo, arroz y naranjas y así vaciamos nuestra bolsa de comida. Por la mañana la lluvia y la niebla se han apoderado de la colina. Mientras compartimos la última naranja que nos queda atamos unos trozos de una tela de tienda de campaña que nos dio Dave para cubrir las mochilas y tomamos la decisión, sin discutir demasiado, de que nos volvemos. No tiene sentido meternos en el cañón si la niebla no nos deja ver el paisaje, además de que hay riesgo de inundación o corrimientos de tierra. Los pies nos duelen y las mochilas nos pesan. Nunca tuvimos frío al viajar en bicicleta porque el ejercicio era de una intensidad moderada que nos permitía entrar en calor fácilmente, pero ahora llevamos puesta toda la ropa que tenemos y el frío ha entrado hasta los huesos.No solo tenemos claro que nos volvemos, sino que además lo hacemos en autoestop. Después de cuatro días caminando estamos a no más de 40 km de Zitsa. Un par de coches nos acercan de nuevo a nuestras bicicletas. A medio camino, un camión de reparto se detiene a nuestra altura: nos ha reconocido como amigos de Kostas y se ofrecen a llevarnos las mochilas hasta la panadería. Aceptamos sin pensar demasiado en las consecuencias, así que pasamos medio día caminando sin poder beber agua porque se nos olvidó coger una botella. Pero sin mochila hay que reconocer que las sensaciones cambian, nos movemos ligeros y disfrutamos del retorno. 

Así sí que estamos contentos.
 
Por las mañanas, todavía es invierno.
Después de recuperar la mano, ahora toca recuperar los pies, mientras ayudamos en Zitsa con la librería, con la decoración de la panadería y un pequeño jardín. Pero echamos de menos la velocidad moderada de las bicis, poder llenar las alforjas de comida y despreocuparnos, viajar livianos y sin dolor de ningún tipo. Sí, esto es más cómodo. 

Imagina si nos perdimos... Río Acheron, puertas del Hades.

Hemos contactado con los dueños de una finca en el norte del Peloponeso a través de Workaway para trabajar un par de semanas con ellos a cambio de comida y alojamiento. Podríamos coger la carretera nacional, que discurre por un tranquilo valle, pero en su lugar tomamos una vía zigzagueante que nos devuelve a las montañas. El primer día paramos a comer en un precioso pueblo del Épiro, pero de nuevo un hombre nos invita a comer con él. Será el primero de una larga lista de griegos que desaprueben nuestra ruta por considerarla una pérdida de tiempo y con demasiados subibajas. Pero qué le vamos a hacer, en nuestro interior sabemos que el tiempo que se pierde en realidad es tiempo ganado. El segundo día volvemos a repetir y paramos en la placita de un pueblo para comer unas naranjas y descansar. Una mujer se acerca a nosotros y nos pregunta si venimos de Francia. Nos invita a subir a su casa a redesayunar y nos cuenta que al principio nos había confundido con unos amigos, una pareja francesa que también pasó por allí el año pasado con la intención de dar la vuelta al mundo en bicicleta (no somos muy originales). Konstantina y Stefanos cumplen con la regla que reza “casa pequeña, corazón grande”, compartimos la mañana con ellos y cuando nos vamos nos recargan las alforjas con pan recién horneado, galletas, naranjas, limones y un bote de sus propias aceitunas. Nos regalan también un par de pulseras, dicen, para que no les olvidemos. 

Konstantina y Stefanos.

Acampamos por enésima vez en un campo de olivos, pero el buen tiempo se resiste a llegar y por la mañana recogemos a tiempo para evitar que lo que parece una tremenda tormenta de verano nos cale por completo. Paramos en el porche de una iglesia con la esperanza de que la nube pase pero, en lugar de irse, lo que hace es multiplicarse. Perdemos la cuenta de los días que llueve sin parar, pero nosotros tenemos una cita en el Peloponeso. Hemos conseguido acostumbrarnos a pedalear bajo el agua (las nubes bajas ofrecen maravillosos espectáculos que suelen ser dignos de ser fotografiados) pero el viento sigue haciéndonos daño. Subiendo un puerto tenemos que poner varias veces el pie en suelo a causa de la intensidad de algunas ráfagas, y el riesgo aumenta cuando iniciamos el descenso. No sé si por la inseguridad de pedalear contra el viento o porque pierdo de vista a Gabi durante lo que a mí me parece una eternidad, vuelven a aflorar viejos fantasmas del pasado y soy presa del pánico. Siento un miedo irracional a caerme, a perderme, a perder a Gabi, la ansiedad penetra en los músculos de brazos y piernas y apenas puedo continuar subiendo la montaña. No puedo parar de llorar pero sigo pedaleando porque después de casi un año de viaje ya sé que nadie va a hacer ese trabajo por mí. Sin embargo, el ataque de pánico ya se ha disparado y cuando al fin alcanzo a Gabi lo hago esgrimiendo un grito de reproche. Le culpo de mis males, le digo que tenía que haberme esperado más atrás, que era peligroso lanzarse así por esa ladera, que tengo miedo, que me siento débil, que no soporto el viento, que estoy empapada… y todo lo que me responde es:

-¿Quieres media naranja?

¿Que si quiero comer naranjas? ¿Ahora? Del pánico paso a la cólera. ¿Pero se puede saber qué clase de hombre insensible tengo por marido? ¿Pero por qué no me abraza en lugar de ofrecerme naranjas? Y el caso es que me apetece, pero no pienso comérmela, prefiero alimentarme de mi mala sangre hasta que quedo saciada. La cuesta arriba me ayuda a tranquilizarme, me concentro en la respiración y medito sobre la ridícula situación que acabamos de vivir. Le digo a Gabi que ahora sí que quiero la media naranja y así hacemos las paces. 

Nos reconciliamos con el tiempo atmosférico y disfrutamos con el paisaje velado por las nubes. Comemos en una estrecha parada de autobús, pero ese tiempo quietos nos ha dejado frío, en el sentido literal de la expresión. Después de varios días de lluvia intensa no hay chubasquero que valga, y la ropa está completamente calada. Gabi no deja de tiritar, así que decidimos poner fin a la etapa en cuanto vemos en el horizonte una iglesia con pórtico, a resguardo del viento y de la lluvia (que tampoco nos darán tregua al día siguiente).

Cruzando el puente hacia el Peloponeso. Mi dignidad me la dejé en la otra orilla.

Bajamos al nivel del mar y cuando ya pensábamos que había pasado lo peor aún estaba por llegar El Puente. Hemos cruzado ya muchos puentes, pero El Puente que une Río con Antirrío se convierte en prueba de resistencia contra el viento a lo largo de cuatro interminables kilómetros de empujar bicicleta. Lo más divertido es que es un puente de peaje “accesible” para bicis… a través de una estrecha escalera metálica de tres pisos. Todo junto significa dos horas para deshacer el equipaje, subir las bicis y caminar junto a ellas bamboleados por la fresca brisa marina. Eso sí, en cuanto cruzamos al Peloponeso, el tiempo cambia drásticamente: sale el sol, el viento sopla con menos fiereza y las temperaturas suben. Paramos a comer unas olivas en una plaza de la ciudad de Patras y dejamos que nuestros brazos sientan la acaricia del sol por primera vez este año. Estamos tan felices que incluso se nos olvida parar a comer y sin que sirva de precedente cogemos la carretera que discurre junto a la costa. Desde un coche nos hacen una señal y nos detenemos a la sombra de los árboles. Del automóvil se baja una periodista que ha leído el cartel que lucimos sobre el petate y le ha gustado nuestra historia. Nos hace una entrevista para la radio y nos graba un vídeo en el cual explicamos ¡en griego! lo que estamos haciendo. No hemos encontrado el vídeo, pero ahí va la página con la entrevista: http://www.niceradio.eu/enas-diaforetikos-mhnas-tous-melitos/

Justo un kilómetro antes de tomar el desvío hacia las montañas que nos llevaría hasta la finca de Amalíada, de nuevo desde un coche nos hacen señas para parar. De él se baja una mujer rubia con una trenza que cae sobre su hombro derecho y una sonrisa de oreja a oreja. Nos pregunta si buscamos alojamiento. Al principio desconfiamos porque otras veces nos han preguntado lo mismo y luego nos han ofrecido una habitación supuestamente barata en algún hostal. Pero Christine sigue hablando:

-  ¡Vamos! Mi marido os abre su casa, vamos a preparar ahora la comida, podéis lavar la ropa ¡y tenemos una ducha calentita! Mirad esas nubes, va a empezar a llover de un momento a otro.

 
Nuestra familia adoptiva del día... ¡Los Manetas!
Hablamos un rato más con ellos. Christine, norteamericana, y su marido, Michalis, tienen una bonita casa en un diminuto pueblo a una hora de donde estamos parados charlando. No está precisamente de camino a la finca, pero no queremos desaprovechar un ofrecimiento tan tentador. Lo malo es que las nubes de las que hablaba Christine se dan prisa en alcanzarnos y descargan con furia sobre nosotros. Nos resguardamos a tiempo bajo un saledizo mientras ríos de agua sucia, latas y bolsas de patatas fritas discurren por las calles de Kato Ajaia. Por suerte esta vez sí que ha sido cosa de una sola nube, así que podemos continuar nuestro camino sin mojarnos más de lo necesario. 

Genial encuentro con gente tan buena como interesante.

Cuando llegamos a casa de Christine y Michalis no queremos marcharnos. Es una de las parejas más buenas y hospitalarias que hemos conocido este viaje. Y es que esta mujer de Chicago sabe mucho acerca de las penurias del viajero: antes de enamorarse de Michalis fue misionera durante 17 años a lo largo de Estados Unidos, y después de eso estuvo tres años predicando en Armenia. Vivía de la caridad, de las donaciones voluntarias, abierta a quien quisiera alojarla en su casa y escuchar lo que ella quería transmitir, que no es otra cosa que la simple y pura palabra de Cristo. Christine y Michalis se conocieron por pertenecer a un grupo que comparte una misma fe, de una manera semejante al desarrollo del cristianismo primitivo: ellos prescinden de la estructura de la Iglesia, no tienen sacerdotes, no hay ningún tipo de símbolo religioso, no celebran la Navidad, no te bendicen si estornudas, no tienen cuadros de vírgenes ni crucifijos. En lugar de ir a la iglesia se reúnen periódicamente en las casas particulares donde leen un capítulo de la Biblia y cada cual transmite al grupo sus propias impresiones e interpretaciones. Aunque quizá lo más asombroso es que existe total concordancia entre su actitud y su pensamiento. Dan sin esperar nada a cambio, porque todo cuanto tienen es regalo de Dios, y por tanto, no les pertenece. En la actualidad están ampliando su casa, no para hacerla más moderna o más espaciosa, sino para añadir tres habitaciones de invitados, ya que estos pueden llegar en cualquier momento. Hace dos años ampliaron la familia con la llegada del pequeño Kostas, que es el niño más servicial, feliz y autónomo que jamás he conocido.

 
Kostas.
Para mañana el parte del tiempo predice fortísimas tormentas, así que Christine nos pide que nos quedemos una noche más con ellos. Mientras comemos, un rayo cae sobre la casa y nos quedamos sin teléfono ni internet. Por la tarde y durante toda la noche las nubes caen sobre nosotros en forma de lluvia y granizo. Finalmente, la tormenta pasa y el cielo vuelve a abrirse. Nos despedimos de la familia Manetas, que nos regala una botella de su excelente aceite de oliva, con la intuición de que pronto volveremos a reencontrarnos con nuestros nuevos amigos. No nos importa haber tenido que juntar dos jornadas en una para poder quedarnos un día más con los Manetas y llegar a tiempo a Amalíada. Pero después de haber compartido unas horas con esta gente tan buena el impacto de conocer a los Kotsifas fue mayor. Debimos haber empezado a sospechar cuando fue necesario escribir tres mensajes pidiéndoles que nos dieran su dirección para poder llegar a la finca porque no contestaban, y cuando lo hicieron, nos dijeron que podíamos tomar un taxi en la ciudad. Se me hace difícil creer que están interesados en conocernos si ni siquiera han leído en el perfil y en el mensaje que les enviamos que viajamos en bici. Pero aún fue más sospechoso cuando al fin llegamos a su casa, nos ofrecieron una copa de vino, la madre desapareció de nuestra vista y Georgos, el padre, continuó viendo la tele y comentando las noticias mientras nos hacía alguna pregunta, a veces repetida porque no había prestado atención a la respuesta. 

Cafecito en Amalíada.
 
El primer día el trato fue bastante bueno, nos invitaron a su casa para comer y para cenar y, aunque nos dijeron que los domingos no se trabajaba, nos pusieron las herramientas en la mano para que desbrozáramos un camino. Los voluntarios somos alojados en una casa de paja que levantó Georgos sin demasiado esmero, ya que las ventanas y puertas (que adquirió de segunda mano o encontró en la basura) están desencajadas y muchas de ellas no cierran ni tienen pomos, las paredes se desmoronan, el recubrimiento está caído y resquebrajado, además de tener problemas de humedad en la base. El suelo está sin terminar, las cañerías están obstruidas, el agua sale turbia y no hay agua caliente “porque un voluntario rompió el calentador el año pasado”, según nos dijo Jennifer, la madre. Tenemos una pequeña cocina, pero una chapuza con cinta aislante no evita que pierda gas a la altura del regulador. No se nos permite usar la ducha de la casa, así que tenemos que calentar agua turbia en la cocina que pierde gas para poder ducharnos con nuestros bidones de la bici, salpicando las paredes mohosas del cuarto de baño y aguantando la peste que sale del colector atascado, a tientas porque no nos quieren dar una bombilla que ilumine más que una vela del Ikea. Condiciones que, por otro lado, no nos habría importado asumir si las hubieran advertido de antemano, o si el encargado de ofrecer estos lujos no fuera el propietario de un hotel en la isla de Santorini. Pero eso era otra cosa más que no sabíamos cuando contactamos con ellos. 

Yo no sabía que los pavos eran tan tontos, los pobres.

Decidimos compartir con esta familia un par de semanas porque en su perfil decían que vivían de acuerdo a los principios de la permacultura, que trataban de ser autosuficentes y además había fotos de cabras (después de la granja de Eslovaquia me quedaron ganas de aprender más sobre elaboración de quesos). Sin embargo, cuando llegamos allí, estos amantes de la naturaleza tenían a sus perros encadenados día y noche a un par de árboles, con un barril de plástico como refugio. Criaban pavos y gallinas de una manera presuntamente ecológica, pero las gallinas ni siquiera tenían perchas donde dormir, ni un lugar donde anidar (la única que ponía huevos lo estuvo haciendo sobre nuestra tienda de campaña, que habíamos dejado fuera para orearse). Durante el tiempo que estuvimos allí, los zorros se comieron dos pavas que estaban anidando entre los arbustos, simplemente porque los perros no podían hacer su trabajo. En cuanto a su autosuficiencia, ni siquiera había una pequeña huerta, sino que todo venía directamente del supermercado más cercano (ni tan siquiera compraban productos locales o a pequeños comerciantes, todo ello muy congruente con lo que nos habían vendido). Las cabras de las fotos las habían vendido porque ocuparse de ellas era, según ellos, demasiado trabajo. También tenían algunos frutales, pero Georgos se resistió al consejo de Gabi, que algo ha estudiado del tema y que ha trabajado cuatro años en centros de jardinería, de cortar y quemar las ramas pobladas por gusanos para salvar a lo que aún quedaba sano. 

Gabi feliz dando cochinillas a los pollos.

Durante una semana nuestro trabajo consistió en podar unos olivos que el primer día dijeron eran muy productivos, y el último confesaron que no habían producido olivas en los últimos años. Georgos fue el encargado de nuestra formación: le dijo a Gabi que buscara un vídeo en Youtube sobre poda de olivos, y diez minutos después se sintió como el protagonista de Matrix: “Ya sé podar”. Sin saber muy bien por qué, yo no estaba autorizada a ver el milagroso vídeo, así que me lo tuvo que explicar Gabi después. Para nuestra tarea nos dieron dos tijeras de podar desafiladas y una motosierra con el freno estropeado y un cable derretido. 

El acuerdo al que habíamos llegado era trabajar entre cuatro horas y media y cinco horas de lunes a viernes. Aunque hay que reconocer que jamás nos presionaron con el horario, también hay que decir que por la mañana cumplíamos esas horas y por la tarde a mí me encargaron dar dos horas de clase de español a las niñas de la casa, cosa que hacía con gusto hasta que, poco a poco, dejamos de ver a las chicas. Hasta que una tarde la mayor me confesó que su madre no les dejaba dar clase. A Gabi solo le permitieron jugar con ellas el día que llegamos; después debieron de verle cara de depredador sexual.

A los dos días de estar allí nos dijeron que hacía mucho tiempo que no se iban de vacaciones, tres meses ya, así que tenían pensado marcharse la semana que viene, si nosotros estábamos de acuerdo con quedarnos al cargo de las gallinas desahuciadas y los perros presidiarios. Nosotros accedimos porque ya nos habíamos comprometido a pasar allí una quincena y porque después de estar en esa finca no habíamos contactado con nadie más. Durante una semana intentamos que los señores nos dejaran conectarnos a internet. Una tarde, finalmente, nos dejaron sentarnos junto a una ventana (al parecer ya tampoco se nos permitía entrar en la mansión) para coger alguna onda que pasara por allí, así que nos divertimos viendo durante cuarenta minutos cómo se cargaba la página del correo. Imposible buscar otra granja o un Warmshowers en esas condiciones, había que esperar otra ocasión. Durante un par de tardes jugaron con nuestros sentimientos invitándonos a pasar para tomar un vino, pero cuando subíamos o era demasiado tarde o era demasiado pronto. El sábado, presuntamente día libre, subimos a suplicar diez minutos de conexión. Pero Georgos miró de mala manera a Gabi, y le dijo que trabajáramos otras cuatro horas esa mañana si queríamos conectarnos. Y como somos tontos lo hicimos, pero ya no imploramos de nuevo por internet, sino que fuimos con las bicis a buscar alguna red wifi abierta en Amalíada, aproximadamente a 6 km de la finca. 

Las ventajas de irse a buscar wifi.

Aunque, seguramente, la peor experiencia fue cuando decidieron adoptar un cachorro de perro por puro capricho de las niñas, ya que tenían otros dos muertos de asco encadenados al árbol. Las niñas aparecieron con un perrito en brazos que parecía muy pequeño. La madre me preguntó si nos haríamos cargo del perro mientras ellos estuvieran fuera, y yo le contesté que lo haríamos si el perro era ya lo suficientemente mayor como para comer solo y valerse por sí mismo. Jactándose de ser expertos criadores de perros (se sentían orgullosos de haber hecho parir medio centenar de veces a la perra encadenada), ella me aseguró que tenía por lo menos un par de meses. Durante el viaje de vuelta, el padre se divierte asustando a una gitana fingiendo que quiere atropellarla con el coche.
Según llegamos a la finca nos pusieron al perro en los brazos y nos dijeron que cuando tuviera hambre subiéramos a su casa a por leche. Las niñas jamás bajaron a verlo. 
El lechonchillo haciendo amigos.


Cogimos al perro, que más bien parecía un cochinillo rechoncho, y lo dejamos en el suelo junto a nuestra casa de paja. El animal arrastraba la tripa por el suelo, si tan siquiera podía caminar se me hacía difícil pensar que fuera capaz de nutrirse. Le pusimos un poco de agua en el comedero, pero ni sabía lo que era ese líquido ni qué debía hacer con él. Volvimos a coger el cachorro en brazos y lo subimos a la mansión para comentarles la situación y de paso pedirles leche para cuando tuviera hambre. Salió ella a la puerta, bloqueándonos el paso y la mirada hacia el interior y nos dijo que no había ningún problema, que solo había que meterle los morros en el comedero y que le pusiéramos galletas de perro. Volvimos a pedirle que nos diera leche para el cachorro (creyendo que, como expertos explotadores, tendrían leche de crianza para perros), pero no quiso darnos nada todavía porque el perro no tenía hambre. Entonces nos repitió que solo cuando el perro chillara porque estaba hambriento subiéramos a por la comida. Obedecimos a medias, era hora de acostarse y el perro todavía no protestaba pero aun así tuvimos el atrevimiento de volver a subir para pedir alimento. Entonces ella nos dio un cartón de leche de vaca… eso sí, ecológica. Cuando empezó a tener hambre, ya de madrugada, el perro no dejó de llorar, pero si no fue capaz de beberse el agua, es fácil imaginar lo que hizo con la leche. Tampoco nos dieron ningún biberón y no íbamos a alimentarlo con los bidones de la bici. Así que según amaneció agarramos al cachorro y lo subimos a la mansión por enésima vez, pero para decirles que era problema suyo, que ese animal era demasiado joven y que era una tontería irresponsable haberle separado tan pronto de su madre. Ella estuvo de acuerdo, y nos dijo que ya sabía que era muy pequeño. ¿Pero es que ayer no lo sabía? Aunque nos comentó que lo devolverían a Amalíada con su madre, a mediodía vinieron las niñas a buscarnos:

-  ¡Ainhoa, Gabi! Mi madre dice que el perro no es pequeño, que le ha dado de comer yogur y un huevo duro y que ahora está durmiendo. Y si duerme, es que nos lo podemos quedar porque ya es mayor. ¿Lo queréis cuidar?

-  No – les respondo tajante -. Ese perro es muy pequeño, no puede caminar, se caga encima. Además, los perros no comen yogur y huevos cocidos.

-  Entonces es que no quieres cuidarlo, ¿no? – Me pregunta la más pequeña de las niñas.

-  No es lo que yo quiera – intento razonar con ella -, es lo que el perro necesite. Y necesita a su madre, no me necesita a mí para darle leche y huevos. 

-  Vale, entonces le digo a mi madre que no quieres.

Y nunca jamás volvimos a ver al perro ni a saber qué fue de él. El domingo nos fuimos pronto por la mañana y no volvimos hasta el anochecer, cosa que nos reprocharon porque los pollos no tenían agua para beber. Por suerte, el lunes ya se marchaban y jamás volveríamos a verles. Cuando se iban, solo se bajó del coche la madre, así que no pudimos despedirnos del resto de la familia. Venía a darnos las últimas instrucciones, tres rebanadas del pan que les había sobrado del desayuno, y uno de los huevos duros que le sobró de cuando intentó alimentar al perro. Se supone que les cuidábamos la finca a cambio de comida: nos dieron una bolsa de tomates medio podridos o directamente podridos, otra bolsa con naranjas de sus árboles, medio repollo, media coliflor, una zanahoria, un calabacín, medio kilo de pasta, medio de arroz y un kilo de legumbres (más tres panes congelados) para pasar por lo menos una semana, que quizá era ampliable a diez días. Dos días antes nos dijo que nos daría cinco euros más por si acaso hacía falta, aunque no creía porque podíamos hacer como ellos y cenar diente de león, que podíamos coger gratis del campo. Jamás nos dio dinero ni nosotros quisimos pedirle nada más, salvo un balde para poder lavar la ropa. Ella nos dijo que no tenía ninguno, pero que podíamos coger un cubo de plástico que había donde los pavos y que, si lo lavábamos bien, podría servir. 

El nido de las gallinas.

Vemos alejarse el coche y les deseamos que lleven tanta paz como descanso dejan. En su ausencia nos dedicamos a intentar diseñar un espacio más habitable para los pavos y las gallinas, recolocamos las fardos de paja para que no aplastaran a los pollos el día menos pensado y les construimos una protección contra el viento. Liberamos a uno de los perros toda la semana, y dejó de temblar y mearse encima cada vez que nos acercábamos a él. También lo intentamos con la perra, pero se va directa a la casa del vecino. Esos vecinos que se supone que no existen: cuando se marchaban le pedí a ella el número de teléfono de alguien cercano por si acaso pasaba algo y me dijo que no vivía nadie alrededor, pero en realidad nosotros sabíamos que no tenían ningún amigo en el valle.
Nos sentimos desorientados, perdidos, utilizados. En teoría, Workaway no nació como bolsa de mano de obra barata. Durante el tiempo que estamos en la finca los señores dejan de contratar a Arturo, un albanés que sale más caro a la hora que nosotros. Entonces abrimos la libreta de direcciones y allí vemos los datos y el número de teléfono de los Manetas. Michalis nos dice que los próximos días van a estar muy ocupados porque organizan un encuentro con numerosas personas que comparten su fe y que vienen de diferentes países. Pero enseguida vuelve a llamarnos Christine para decirnos que estamos más que invitados a unirnos a ellos y que además esos días se aloja en su casa una misionera española, Marisa, que quiere conocernos.

Cumplimos con lo acordado con los señores, hacemos nuestro apestoso equipaje y deshacemos camino para volver a un lugar donde nos sentimos queridos desde el primer momento, rodeados de gente que disfruta dando sin esperar nada a cambio, aprendiendo a laborar el campo y a podar la vid, a limpiar el establo y acumular el estiércol de gallina para el huerto, a elaborar tortas de eneldo y bizcochos artesanos, a cocinar gelatina de fresa y queso de cabra, a reírnos de nosotros mismos y a hacer reír al pequeño Kostas. No contabilizamos las horas de trabajo, ni siquiera lo sentimos como tal, sino que aquí nos ayudamos los unos a los otros dentro de nuestros conocimientos y nuestras posibilidades. 


A menudo nos preguntamos “¿en qué mundo vivimos?”, aunque quizá sería más interesante cuestionarnos en qué mundo queremos vivir. En Grecia nos hemos topado con todo tipo de personas, cada una de las cuales con su propia forma de ver las cosas. Pero algunas de ellas van más allá de la observación y dedican su vida, su presente, a la acción. No se conforman con el mundo en que una vez vivieron, sino que participan en otro universo en construcción. Nosotros empezamos a hacer lo mismo en el momento en que salimos de Logroño con nuestras bicis, hace ya casi un año. Y tú, ¿en qué mundo quieres vivir? 


2 comentarios:

  1. Gracias por compartir vuestro viaje! Y por hacernos participar de vuestra Aventura, un beso enorme Jose & Ana

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  2. Un besazo para vosotros también, vividores!

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